miércoles, 29 de febrero de 2012

Cinco grandes mentiras sobre el parto


“El parto es un momento mágico”. Si de lo que hablamos es de magia negra, con sus rituales dolorosos, sus gritos y su poquito de sangre, rodeado de material quirúrgico y de gente que te mira, entonces sí, hablamos de lo mismo. Si hablamos de la magia de que una cabeza de 38 centímetros de diámetro pueda salir por un lugar mucho más estrecho, arrasando a su paso, entonces también hablamos de lo mismo. Pero si hablamos del parto como de un proceso sublime, con música relajante, olor a rosas, madres sonrosadas y sonrientes y padres que las agarran de la mano relajados, no. De eso no te hablará nadie que haya parido fuera de una película de Antena 3.

“La respiración es fundamental”. Fundamental para no morirse asfixiada, pero tiene tanto que ver con el parto como una caña de pescar en minecraft. Eso sí, inspirando y expirando te entretienes y te relajas para que cuando la matrona te diga ‘hasta que no dilates no te pongo la epidural’, no pienses en dilatarle la cara a puñetazos.

“Lo mejor para el parto es estar rodeada de tus seres queridos”. Por supuesto, nada mejor que tener a toda la familia en corrillo, hablando del invitado sorpresa de Sálvame Deluxe y mirándote fijamente de cuando en cuando mientras te retuerces de dolor con un camisón de enferma carcelaria que, además, se transparenta.

“En cuanto te ponen la epidural ya es como si estuvieras en una cafetería”. En una cafetería del Pasaje del Terror, puede ser. He visto mujeres más relajadas en clase de Spinning. Lo de que la mitad del cuerpo se te quede libre de dolores y la otra mitad siga de parto es una broma de muy mal gusto.

“Es ponerte el niño encima y se te olvida lo mal que lo has pasado”. Yo, que soy una cobarde y opté por una cesárea no olvidaría aquel infierno ni aunque me flashearan los de Men in Black. Si la gente olvida es porque la drogan o porque el infierno de la maternidad supera al del parto que, al menos, lleva anestesia y es más corto.

martes, 28 de febrero de 2012

Masacre neuronal


Además de la lozanía en el rostro y la fortaleza capilar, la maternidad hace perder otras muchas cosas por el camino, como las 30.000 neuronas que he calculado que se vienen a perder después de una noche infernal sin pegar ojo. De ahí que no sea culpa mía, pobre madre agotada, el reguero de olvidos y despistes que voy dejando a mi paso y que algún día causarán una anunciada desgracia.

Mi comadre –madre agotada por partida doble a causa de sus dos incombustibles mellizas, más conocidas como mis ahijadas las Monkikis- me comentaba muy preocupada el pasado domingo que estaba empezando a creer que tenía Alzheimer temprano porque era incapaz de recordar ni las cuestiones más sencillas, lo hacía todo del revés y tenía lapsus cada vez mayores. “Vamos, que estoy de médicos”, me dijo.

Una, que ya está acostumbrada a ser un desastre desde que entró en el paritorio, la escuchaba hablar mientras la veía partir aceitunas a la velocidad del rayo para sus nenas, que esperaban ansiosas los encurtidos, enganchadas a las piernas de su madre como hienas hambrientas, mientras la pobre aguantaba el equilibrio estoicamente sobre sus afilados tacones.

Ni niñera, ni guardería, ni trabajo en el que refugiarse. La pobre se enfrenta a 24 horas diarias de infierno por duplicado, una tarea que sólo de imaginarla me lleva al borde del infarto de miocardio. Y pensé que lo raro no es que olvide cosas –algo que también podría definirse como un mecanismo de defensa cerebral para borrar que una vez fue una feliz y ociosa no-madre de pelo perfectamente rizado y sonrisa profiden-, lo raro es que teniendo que enfrentarse a diario con dos Monkikis semejantes, sea capaz de recordar su propio nombre.

Yo, que sólo he de enfrentarme a una –pero pelirroja y ya se sabe que históricamente los pelirrojos siempre se han caracterizado por tratarse de gente hostil-, sufro de todo tipo de despistes. Desde los inofensivos, como meter el orégano en el congelador o dejarme la compra en el Mercadona, pasando por los preocupantes como pintarme un solo ojo, dejando la tarea a medias para evitar que la nena meta otro pan de molde en la lavadora  -otra de sus grandes aficiones- y olvidarme, y bajar a por el pan dando mucho miedo -y no darme cuenta hasta que vuelvo a casa y me miro al espejo y empiezo a entender muchas cosas-, hasta los verdaderamente peligrosos como dejar la vitrocerámica encendida, el grifo del lavabo abierto o la puerta con las llaves por fuera.

Eso es lo que hay. No doy más de mí. Me dopo, tomo Pharmaton, Inmunoferon y Red Bull y elevadas dosis de cafeína a través de litros de CocaCocaZero, pero no hay nada que hacer. No levanto cabeza.

Ayer sin ir más lejos me acordé nada más sonar el despertador de que en la guarde se celebraba el Día de Andalucía y la nena debía ir vestida de flamenca. Yo había planeado tunearle un traje, pero se ve que el plan se me olvidó, como quien no quiere la cosa, en algún momento indeterminado entre fingir que se me da bien esto de la maternidad y tratar de no entrar en un coma profundo e irreversible.

Así que con los ojos pegados y dando traspiés, me encaramé al armario y como pude logré encontrar su traje de gitana, heredado y precioso, pero como de dos tallas menos que la suya. Pero era eso o nada, así que se lo embutí con calzador, que para estas cosas soy yo muy madre de la Pantoja, y aunque la cremallera no le subía hasta el final y a la pobre le costaba andar, iba la mar de contenta con sus rabillos en los ojos, su nostálgico lunar y su gigantoflor en el minicoco pelirrojo. 

De hecho, le gustó tanto la indumentaria, que anoche tuvimos que acostarla con él puesto. Al principio tuve miedo que la niña se levantara con los pulmones atrofiados y con marcas de tira bordada en la pleura, pero entre que durmiera así y poder ver con el pater una película –o media, tampoco vamos a abusar- o sufrir toda una noche infernal en familia con caillous y piezas de construcción clavadas en la espalda, opté por la primera opción. 

Que sí, que puede que no sea la más pedagógica, pero eso es supervivencia, y Piaget y la Supernanny estarían de mi lado si tuvieran que lidiar a diario con una pelirroja hiperactiva y, sobre todo, si tuvieran que enfrentarse a la vida –o lo que sea esto de ser madre- con la tercera parte de las neuronas de un chimpancé anciano, que ya es mucho decir.

lunes, 27 de febrero de 2012

Oswaldo


Los abusones han existido siempre. Probablemente, los neardentales ya tenían que partirse la boca a diario para que el compañero de clase de pinturas rupestres no les friera a collejas o no les robara el pastel de carne de mamut que sus peludas mamás les habían preparado.

Normalmente, los abusones sólo lo son durante su primera etapa escolar, bien porque acaban madurando y convirtiéndose en personas de provecho o bien porque se les hace raruno robarle el tupper de macarrones al compañero de oficina cuando ya han cumplido los cuarenta. A saber.

De cualquier manera, la figura del abusón es tan necesaria dentro de la microsociedad escolar como la del empollón de gafas –que hace las fichas como nadie-, la de la rubia de coletas perfectas con gomillas de Kitty –que al final acabará siendo Reina de la Primavera en el instituto-, la del guaperas –que ya lleva gomina en la guardería- y la de la pava o pavo –generalmente con sobrepeso- que se niega a participar en ningún espectáculo ni juego escolar por vergüenza y miedo al fracaso infantil.

La pelirroja aún no está clasificada en ningún estereotipo, probablemente porque éste es su primer año de guardería y todavía no se halla, pero quiero dejar constancia de que fue, junto a un tal Roberto, la encargada de abrir el cutre-desfile de la cutre-fiesta de Navidad. Sin duda, un paso más para que acabe siendo la reina del baile antes de empezar la Primaria. Ahí lo dejo.

Sin embargo, por lo que he podido comprobar, algunos sí han adoptado ya los clásicos papeles, entre ellos, Oswaldo, que se ha convertido por derecho propio en el temido abusón de la guardería.

Oswaldo –cuyo nombre real es otro, pero tan rocambolesco como éste- es el ‘masca’ de la clase y eso es lo que hay. Al principio la pelirroja no se quejaba de él, pero el primo, con quien comparte clase, salía día sí y día también alegando severas diferencias con el susodicho y, en casi todas las ocasiones, con pruebas en forma de arañazos y magulladuras que acreditaban que Oswaldo no era trigo limpio.

Poco pasó hasta que la nena llegó a casa con la marca de una uña junto al ojo, gritando cual posesa que Oswaldo era malo y que le iba a pegar en el culo. Un castigo sorprendentemente benevolente para el rencor que le guarda desde entonces y es que, aunque no tenemos constancia de que Oswaldo haya hecho más de las suyas, ahora en casa es el culpable de todos los males. Si ella pinta la pared, mete la zapatilla en el cubo de la fregona o lanza a Caillou por la ventana o hasta si el padre se corta afeitándose, la culpa es de Oswaldo. Siempre. De que la comida esté “mala”, de que su bebé llore, de que yo estornude tres veces seguidas o de que ella incruste los rollos de papel en el WC. Oswaldo forever.

Y da igual que pase un mes sin ir a la guarde, el recuerdo de Oswaldo es tan potente que sigue siendo su comodín perfecto para librarse de las regañinas que siguen a sus trastadas. Al principio, me hacía gracia, luego, no me parecía bien que mintiera, pero ahora he empezado a verle el lado positivo al asunto.

Si quiero quitarle los dibujos, hacer desaparecer las chuches o tengo que desenredarle la complicada y ensortijada cabellera y se me escapa algún que otro tirón, la culpa siempre es de Oswaldo. Ella se gira y me mira, sabiendo que en el baño sólo estamos las dos, que su pequeño compañero nunca ha pisado la casa y que soy yo la que tiene el peine en la mano, pero ante la opción de quedarse sin cabeza de turco acepta, resignada. Y me deja seguir peinándola, despacio y sin protestar, mientras, cual amigas enfervorizadas, criticamos duramente y sin compasión al abusón del pobre Oswaldo, cuyo único delito, probablemente, haya sido pelear por un trozo de plastilina sucia.

viernes, 24 de febrero de 2012

El gigantocarro y otros errores


Cuando el ginecólogo te confirma que estás embarazada, enseñándote una ecografía en la que no se ve absolutamente nada -por mucho que el pater finja que ve algo o que la gires o que te quedes mirándola fijamente sin pestañear como a las postales en 3D de los 90’s-, la vida cambia de golpe, y es en esos momentos, antes de que lleguen las náuseas, los ardores y las estrías, cuando la maternidad se perfila en el horizonte como la experiencia más maravillosa del mundo.

Es posiblemente por eso por lo que a las embarazadas no les gusta escuchar historias de niños que no duermen, que no comen o que no dejan vivir a sus madres, en parte por instinto de supervivencia mental y en parte para conservar la ilusión que las mantenga vivas a lo largo de los diez meses de infierno que aún le quedan por delante, haciéndoles creer que la maternidad es todo encajes de chantilly y merceditas de badana.

Yo era una de ellas y detestaba que las madres experimentadas soltaran lindezas del tipo “Yo no sé para qué le compras tantos faldones y tanta capotita si al final sólo le vas a poner pijamas” ¿Perdón? Claro, una miraba a la madre de pelo ralo y mirada perdida -sin saber aún que eso era un valor añadido de la maternidad y que esa mujer una vez fue normal- y pensaba que era lógico que no entendiera la importancia de un faldón en la vida de un recién nacido…

Así que cuando me decidí por un Arrue para pasear al futuro bebé, se abalanzaron sobre mí todas las madres del mundo, explicándome, entregadísimas, todas y cada una de las razones que hacían de ese carro el peor enemigo de una madre: que si era muy grande, que si las ruedas no giraban, que si pesaba mucho, que si no cabía en los ascensores ni en los maleteros…

Y yo, ilusa, con mi cigoto danzando en la barriga como única relación con el duro quehacer de la maternidad, hacía oídos sordos y miraba su brillante carrocería, su flamante capazo azul marino de estilo inglés y sus maravillosas ruedas de un blanco impoluto ¿Que no giraban? Y qué, eran tan bonitas que bastante tenían con rodar…

Pero llegó el día del estreno y con él, el infierno. Bonito seguía siendo, eso sí, aunque menos, la verdad, sobre todo al comprobar que empujarlo era como empujar un tanque de la Segunda Guerra Mundial que ni el mismísimo Mr T hubiera podido pasear sin perder las ganas de vivir. Y, dado que las ruedas no giraban y que yo no estaba en mi mejor momento, con mi recién estrenada mala vida, mis noches de insomnio y mi barriga abierta en canal, acababa dándome de bruces contra esquinas, bordillos y jubilados ociosos, un día sí y otro también.

Las mayores masacres las cometía al doblar las esquinas, donde me llevaba por delante a grupos completos de transeúntes confiados que miraban con pavor cómo el gigantocarro se les venía encima y yo, como buena madre agotada, pedía disculpas, abrumada, a unos y a otros como una famosa saludando a su público. Pero posteriormente, a medida que aumentaba mi cansancio y, por ende, mi agresividad como conductora de trailer, ya me paseaba con altanería, arrasando a mi paso, sin mirar atrás. 

La gente del barrio empezó a conocerme y en cuanto veían asomar el filito azul de la capota corrían a esconderse, a cruzarse de acera o a meterse en un portal para poner sus pies y sus vidas a salvo. El gigantocarro era su peor enemigo y el de mis maltrechas articulaciones también, pero admitir que me había equivocado no era una opción en aquellos tiempos en los que aún conservaba algo de dignidad. 

Así que me vi obligada a tirar de esa barcaza durante algo más de un año, fingiendo que era el cochecito más cómodo del mundo y vistiéndolo con colchas de piqué, medallitas con lazadas y almohaditas de encaje tras las que ocultar ya no sólo que el carro era un atentado contra la maternidad sino que, efectivamente, dentro la nena iba en pijama.

jueves, 23 de febrero de 2012

Las madres de antes


Desde que me inicié en esto de las labores de crianza y comencé a ser consciente de lo agotador que resulta compaginarlas con una correcta salud mental, empecé a desarrollar una profunda admiración por las madres antiguas, ésas que enganchaban un embarazo con otro y amontonaban criaturas chillonas en sus pequeñas casas, amamantando sin descanso prácticamente hasta la menopausia.
 
Y allí no había cuarentenas de reposo, ni cesáreas que te libraran de un parto difícil, ni bajas por maternidad, ni lavadoras que desinfectaran los trapos rebosantes de flujos infantiles variados, ni pañales desechables que lanzar a la papelera olvidando su aterrador contenido, ni maridos colaboradores a los que endiñarle el testigo a la vuelta del trabajo, ni una coctelería cercana donde despotricar –comiendo pistachos- con las amigas sobre lo duro que es ser madre ni, mucho menos, una caja de lata de El Corte Inglés con los episodios completos de Caillou, con los poder seducir a la camada.

Personalmente, hiperventilo sólo de imaginar lo que sería enfrentarme a la maternidad sin DVD y sin los insoportables compañeros televisivos de la pelirroja, a los que, para ser sincera, patearía hasta su desintegración, pero a los que -con la mano en el pecho- debo la mayoría de mis escasos momentos de tranquilidad maternal y las tres o cuatro neuronas que aún me funcionan, eso sí, a tiempo parcial.

Así que plantearme siquiera lo que supondría criar a una caterva de embravecidas criaturas sin lavadora, microondas, toallitas limpiatodo, biberones anticólicos –tan feos como maravillosos-, chupetes –cuanto más gordos y más pro-ortodoncia futura, mejor-, parques de cercado infantil, hamaquitas vibradoras -que a más de una han salvado la vida-, el Dalsy –el muymejoramigo de una madre- o los juguetes cantarines –tan desquiciantes como hipnotizadores-, me coloca de una brusca patada mental al borde del fallo multiorgánico.

Y entonces vuelvo a la realidad, a la mía, y me siento hasta culpable de quejarme tanto “con lo fácil que es todo ahora”, como me dicen las abuelas. Y asiento, entusiasmada. Y llego a casa, embotada de pistachos y exultante, dispuesta a disfrutar de las maravillas que el futuro ha puesto frente a mí…

Y entro y saludo, entre el jaleo de los incombustibles Cantajuegos y las adivinanzas del perro-oso cantarín que mi amiga Raquel tuvo a bien regalarle –algún día vengaré esta afrenta-; sorteo los doscientos klineex con los que ha cubierto el suelo y unas pocas de fresas machacadas a pisotones; encuentro una de mis zapatillas garabateada y abandonada junto al sofá y la otra en el interior de la fregona, empapada, junto a Dipsy, el Teletubbie verde; el padre me anuncia que la nena vuelve a tener tos y que no quiere comer y que le ha sacado una bolita de maíz de la nariz y que no sabe si tiene más…

Y se me desarmonizan los chakras, todos, y me vuelve el tic del ojo, a más velocidad que nunca, y, para ser sinceros, ya no me parece tan maravillosa la lavadora, ni los pañales ultrasecos, ni, mucho menos, el lacio alopécico de Caillou.

miércoles, 22 de febrero de 2012

La microrrealidad


Así, a primera vista, todo parece igual. Pero no. Seguramente, los demás y sobre todo los no-padres ya se han percatado del cambio, pero no se han atrevido a comentar nada por prudencia o por lástima, ya que los estragos de la mala vida maternal no pasan desapercibidos a los ojos de los que duermen ocho horas y tienen las neuronas intactas. Pero una no se entera –como las engañadas- hasta que ya es demasiado tarde y ya ha derrochado demasiados comportamientos ridículos y surrealistas a su paso.
 
Normalmente, una viene a darse cuenta de que ha entrado a formar parte de una microrrealidad aproximadamente a los seis meses de estrenarse en esto de la maternidad y lo descubre un día, así de golpe y como quien no quiere la cosa, mientras compra el pan, mira en el buzón o hace cola en el banco.
 
En mi caso, lo descubrí una mañana mientras empujaba mi gigantocarro por calle Larios -con mi habitual pose jorobada- y cantaba a voz en grito -y con acompasados movimientos de cabeza- la afamada Chata Merengüela, para amansar a la señorita y con la idea de que aquello era un comportamiento de lo más normal. Sin embargo, en uno de los giros de cabeza y sin dejar de cantar, me topé con la mirada ojiplática de un compañero de Facultad, que se me acercaba lentamente con la certeza de estar equivocado y de que esa loca cantarina de pelo a lo Almodóvar no podía ser yo. Pero lo era.
 
Y, puestos a confesar, también era yo la que se tiró a suelo en la Cabalgata de Reyes para conseguirle a la nena dos caramelos pisoteados y hacer más fiesta que si me hubiera tocado el Euromillón; la que amenazó a un Papa Noel semindigente para que le diera un globo de publicidad; la que encajó el trasero en una atracción infantil de Feria para dar dos vueltas, humillada, junto a niños de dos años, o la que baila de la mano de la pelirroja y frente a las orquestas adolescentes, los pajaritos o lo que le echen como las viejas de pueblo o las solteronas de las bodas de película…
 
Y no hay nada que hacer porque, aunque yo trate de que sea el padre de la criatura el que se someta a este tipo de vejaciones paternales -que lo hace, pobrecito mío-, lo cierto es que la microrrealidad es tan potente que la mayoría de esos ridículos comportamientos salen por inercia y una no se da cuenta de que está haciendo el imbécil hasta que se encuentra con la mirada estupefacta de un transeúnte o la sonrisa cómplice de otra madre agotada.

martes, 21 de febrero de 2012

Horror en el hipermercado


Poco antes de iniciar el arresto domiciliario por los virus infantiles, tuve la flamante idea de ir a Carrefour con la niña. En principio, no me parecía el plan perfecto, no voy a engañar a nadie, pero tampoco me imaginé que sería una idea tan terrible. En ocasiones, he visto a madres con hijos haciendo la compra y aunque lo cierto es que no han pasado desapercibidos, ni ante los otros compradores ni ante los temerosos agentes de seguridad, tampoco me habían parecido gremlins alimentados después de la medianoche.

Así que me encaminé rumbo al matadero, sin la sospecha de que allí me aguardaban los nueve infiernos de Dante, dispuesta a ser una madre marsupial de ésas modernas que van con sus niños a todos sitios y fingen que todo va bien.

Para ser sincera, he de decir que el camino hasta el centro comercial no fue malo, entre otras cosas porque iba preparada con un completo kit de sobornos para mantenerla sentada en el carrito –el gigantocarro fue prejubilado hace ya algún tiempo- sin llantos por su parte ni ridículas amenazas por la mía. Todo iba bien, tan bien que tenía que haber sospechado que el mal se cernía sobre mí.
 
Todo comenzó cuando me vi obligada a bajarla de la sillita de paseo para poder cerrarla– una tarea que es como la física cuántica para mí, por mucho que el pater de la criatura me lo explique y yo finja que lo entiendo- y meterla en el carro grande de Carrefour.
 
No tengo ni idea de qué sería lo que se le pasó por la cabeza, pero aquello debió parecerle tal ultraje que entró en un estado de posesión demoníaca del que ya fue imposible sacarla.
 
Mitad enfadada y mitad emocionada, se abalanzaba sobre las estanterías con unos aspavientos, que ríete tú de Ana Sullivan, enseñándome las latas de piña como si viniéramos del pueblo y nunca hubiéramos visto aquello, mientras yo, avergonzada arrastraba el carrito -con el otro carrito dentro, como una muñeca Matriuska- derrapando pasillo arriba y abajo, y persiguiendo a la pequeña demente en algunas ocasiones, y fingiendo que no era mía, en otras, para compensar en dignidad.
 
Sólo diré que decidí que era el momento de dejar la compra a la mitad y llevarme lo poco que había logrado coger, cuando perdimos un zapato, que posteriormente recuperamos en la zona de los lácteos –su favorita -, junto al Activia y a los yogures de Muesli.

Y volvimos a casa, exhaustas y fracasadas -como el capitán Scott- con la firme promesa de renovar mi cuenta de Carrefour on line, como ya hiciera unos meses antes con la de Mercadona, cuando, en otro episodio de locura infantil, tuvo a bien arrancarse el pañal y lanzarlo contra la hilera de suavizantes con olor floral. Sobra decir que no hemos vuelto por allí, aunque, para qué engañarnos, lo más probable es que no nos hubieran dejado entrar…

lunes, 20 de febrero de 2012

Supervivencia


Cuando una no es madre y, por tanto, no conoce aún el alcance de la mala vida maternal, se atreve, no sólo a trazar planes sobre lo fabulosa, estricta y perfecta que será en su futura faceta como mamá, sino también a lanzar consejos, -algunos buenos, no digo yo que no, pero tan imposibles de poner en práctica como que a Merkel la nombren Reina del Carnaval- y lo que es mucho peor, a criticar el modus operandi de las pobres madres agotadas, quienes abofetearían sin descanso a sus interlocutoras (por sus palabras o por su pelo perfecto, vete tú a saber) si les quedara energía suficiente y alguna neurona despierta y libre de las ocupaciones propias de la crianza.

En teoría, la maternidad es fácil. Cuando el predictor sale positivo, una se va a la FNAC y se gasta medio sueldo en libros de bebés y documentales y se va a casa, a tirarse en el sofá y a establecer los parámetros en los que se basará la educación de su hijo. Consulta con el padre, las amigas y fantasea con la idea de una familia 'cocacola', civilizada y ordenada y en la que todo sea perfecto y armonioso… y lo apunta. En una libreta de Anne Gades, con un niño en una maceta, para no perder detalle.

Supongo que toda esa absurda parafernalia está bien para ir sobrellevando los terribles meses del embarazo –de este particular infierno hablaremos próximamente-, pero para prepararse para la maternidad, en absoluto. De hecho, personalmente y con la experiencia de mi lado, puedo asegurar que más me hubiera valido invertir ese dinero en la serie completa de Sexo en Nueva York o hasta en un vale para un paseo en pony, si me apuran…

Supervivencia. Ésa es la palabra clave para poder afrontar la maternidad sin perecer en el intento. Que sí, que sí, que a los niños hay que educarlos, que no digo yo que no, pero cuando una madre agotada y estresada, con mirada desquiciada y la espalda retorcida de soportar 16 kilos de prole encima día y noche, descubre que su niña duerme del tirón nueve horas si la mete en su cama, o que es capaz de aguantar un paseo largo en cochecito sin rechistar, a cambio de una bolsita de chuches, o que le permite arreglar su pocilga –antaño hogar impoluto- a cambio de pintorrearle las revistas o los grandes clásicos de la literatura española, o que la deja almorzar sin manosearle la comida si cambia el informativo por dos tormentosos episodios de Caillou… ¿qué va a hacer?

Que les zurzan a los pedagogos, a las madres que van de perfectas pero esconden niñeras internas y abuelas entregadas, y a las no-madres de pelo planchado que no saben lo que es una noche de insomnio infantil ni domar fieras a diario… Ea.

viernes, 17 de febrero de 2012

Señoras abusonas


Desde que empecé en este malvivir de la crianza, hace ahora algo más de dos años, descubrí –no sin cierto estupor- que existe una arraigada y terrible norma social por la que se otorga a cualquier ciudadano la total libertad y el derecho a parar a toda persona que porte un carro y/o un bebé, y a ‘comerle el cerebro’ a saciedad, durante el tiempo y en la profundidad que estime oportuno.

Al parecer y según me cuentan las madres que llevan en esto de la maternidad más tiempo que yo, esto ha venido siendo así desde tiempos inmemoriales y al parecer el tormento social al que se ven expuestas es indirectamente proporcional a la edad del niño y directamente proporcional al número de ellos. Matemáticas puras y duras.

Personalmente, sufro de estos 'acorralamientos' desde el primer día que saqué mi gigantocarro a la calle –en esto del gigantocarro tendremos que profundizar otro día- y puedo atestiguar que los espontáneos que surgen a mi paso son de todas las edades y condiciones sociales posibles, eso sí todos con el denominador común de estar ávidos de conversación.

No obstante, las espontáneas 'acorraladoras' que más proliferan –o, al menos, las más profesionales e inasequibles al desaliento- son las señoras de avanzada edad, que no ancianas, que, tras encontrar un hueco entre colarse en la cola del súper y perfilarse los labios -tres milímetros por encima y en dos tonos más oscuros que la barra- tienen a bien tirarse a las calles en busca de madres agotadas, faltas de sueño y de bajos reflejos para poder dar rienda suelta a sus peores instintos conversadores.

Normalmente, suelen atacar en espacios cerrados para que no puedas darte a la fuga y además poder establecer un incómodo y prolongado contacto visual. Los ascensores son como el Bronx para las madres. Y allí se producen conversaciones –monólogos, más bien- que siguen más o menos el siguiente patrón:

Que si como se llama
Señora loca: “Uy, que nombres más raros ponéis ahora con lo bonito que está un Manolo de toda la vida, como mi nuera que le ha puesto a mi nieto Yerai, ¿te lo puedes creer? Yo lo llamo nene y eso es lo que hay. ¿Tú qué dices?”
La madre agotada diría que quiere la inyección letal, pero como es madre agotada, pero educada, sonríe y asiente.

Que si cuánto tiempo tiene
Señora loca: “¿En serio? Mi nieta le saca dos cabezas, pero es que ha salido a mi hijo, que es muy alto y muy fuerte y muy guapo”
O sea, que tu niña es una enclenque y un cardo borriquero y eso es lo que hay. No rechistes o esto no terminará nunca.

Que si te come
Señora loca: “¿Que no? Eso es porque la consientes mucho, así luego salen los niños que nada más quieren Gran Hermano y maquinitas”
Madre agotada no entiende nada de la relación de la comida con la telebasura y revisa las salidas de emergencia.

Que si cuántos más tienes
Señora loca: "¿Ninguno? Maremía ¿no lo irás a dejar sooolo? Qué egoístas sois los jóvenes, con lo bonito que está una familia grande…”
Madre agotada, acorralada e intimidada por la señora, suele fingir que ya está buscando el segundo en principio por miedo, pero también para ganar el tiempo suficiente para que se abra el ascensor y salir disparada. En esto hay que ser rápido porque la misma señora loca u otra que se encuentre al acecho puede interceptarnos y torpedear nuestro camino de regreso.

De momento no he encontrado la manera de mantenerlas a raya –el silencio y las caras desagradables no funcionan-, pero al menos ya las voy reconociendo entre la multitud y huyo de ellas como si de zombies de Walking Dead se trataran. Y si me pillan siempre puedo fingir que soy sorda o rumana… o que se me quema el puchero, que es una cosa muy de madres.

jueves, 16 de febrero de 2012

Mala vida


La maternidad da mala vida y quien diga lo contrario miente. Y no mala vida de la de discoteca y cubata, mala vida de la mala. De la de ojeras hasta la barbilla, noches en vela con agresiones sorpresa en los costados, espurreos gastronómicos en la cara, madrugones infernales, maratones de Caillou, Dora y otros esperpentos infantiles, visitas al médico a horas intempestivas, pañales con olor del inframundo, vómitos inesperados, virus variados y otras muchas lindezas que hacen que las madres del mundo envejezcan más rápido que la media.
 
Que la maternidad tiene cosas buenas, nadie lo duda, si no la gente no tendría hijos ni mucho menos repetiría en tal hazaña. La maternidad tiene cosas maravillosas y ni una sola madre cambiaría un beso de su bebé recién levantado por uno del mismísimo Hugh Jackman (bueno, lo cierto es que ahora mismo lo estoy dudando), pero que los bebés dan mala vida eso es indudable y quien diga lo contrario miente o, lo que es peor, antes de la paternidad tenía una vida tan mala que ya no había manera de empeorar la situación…

Una, ilusa como toda madre primeriza, era consciente de que con la maternidad se acabarían los viajes, las cenas prolongadas, las noches de fiesta y los maratones de cine, las tardes de compras y terracitas y las escapadas con las amigas, entre otras muchas cosas... pero confiaba en que aún podría hacer cosas sencillas que no requirieran de un esfuerzo sobrehumano. Pero no. Con la maternidad cualquier pequeña tarea se convierte en una odisea infernal que la deja a una lista para ingresarse en la López-Ibor por una larga temporada.

Ver un informativo y perderte la mitad de la noticia a causa de los bocinazos infantiles en el oído y no enterarte de si los disturbios son en Siria, en Grecia o en Talavera de la Reina (y acabar como mi abuela, contando las noticias del revés, ante el estupor de mis oyentes); ver una serie –de las cortitas- parándola doscientas veces por biberones, chupetes o llantos nocturnos, y a la vuelta mezclar mentalmente los personajes con los de la serie que paraste ayer a la misma hora y creer que sigues el argumento; abandonar el baño relajante por la ducha rápida y que aún así tu prole te torture lanzándote botes de gel y muñecos (e incluso el tarro hortera de cristal de sales de baño que nadie sabe de dónde salió) a los pies o, mejor aún, metiéndose en la bañera de cabeza, con el pijama puesto, con la única intención de comerse la esponja o embadurnarse la cara con mascarilla capilar; encontrar las Poesías Completas de Antonio Machado incrustadas en el WC –ella siempre fue más de Lorca-, o fingir que eres capaz de mantener una conversación telefónica medianamente coherente y evitar, al mismo tiempo, que tu hija se electrocute masticando el cable del ADSL, son sólo algunas de las razones por las que cada mañana me levanto con un nuevo mechón de canas entre mi cada vez menos poblada cabellera. Lo del tic del ojo, seguramente, será de la CocaColaZero, como dice mi madre…

miércoles, 15 de febrero de 2012

Virus, medicamentos y otras torturas


Cuando una matricula a su hija en una guardería por primera vez, deberían entregarle, junto a la agenda y el baby -e incluido en el precio de la mensualidad- un bote tamaño industrial de antibióticos variados con los que combatir las mil y una enfermedades que acabará pillando nada más entrar por la puerta.

Al parecer eso es ‘sota, caballo y rey’ –como me dijo la pediatra en tono amenazante- y es un camino tortuoso por el que, según cuentan las madres expertas, hay que pasar antes o después y que sirve para fortalecer su sistema inmunológico y, de paso, acabar con tu estabilidad mental y destrozarte los nervios.

Nosotros hemos tenido suerte porque de momento sólo hemos pillado virus de mocos que al parecer son lo mejor -una bicoca, oiga-, que no dan fiebre ni mucho malestar, pero que dan tan o más mala vida que el ébola o las fiebres amarillas.

Ya hemos perdido la cuenta de las visitas al pediatra, unas veces con motivo y otras por histerismos maternos -que ya llevaron a la anterior doctora a pedirse la jubilación anticipada-, pero lo cierto es que nos pasamos el día con los Actithioles, Paidoterines, Clamoxiles y Apiretales a cuestas, inyectando jeringazos en la boca de la pobre pelirroja resignada, que se deja comprar por medio vaso de coca cola sin cafeína o un puñado de Lacasitos…

Sin embargo, lo peor de los virus infantiles ya no es el encierro maternofilial en casa durante 24 infernales horas cada día, ni las noches de patadas, estornudos y toses propias de un tuberculoso del siglo XIX, ni siquiera el inevitable contagio familiar –uno lo suelta cuando lo coge el otro y vuelta a empezar y esto es un no parar- sino los efectos secundarios de los medicamentos que nos recetan y que empiezo a sospechar que forman parte del plan de la pediatra para que nos pasemos a la medicina alternativa y la dejemos vivir.

Hace un par de semanas nos recetó el que he venido a denominar el anticristo de los medicamentos, el Terbasmin, con el inocente aviso de que la nena estaría “un poco más activa de lo habitual”. Si con activa se refería a un Pocholo con sobredosis de RedBull se quedó corta, muy corta, ya que pasamos una de las semanas más terribles desde que una es madre.

Terroríficas carcajadas en plena noche, cantos histéricos, lamidas de paredes, atoros de wc, embestidas a lo miura en plena madrugada, saltos al estilo Circo del Sol pero con peor resultado y un largo etcétera que traté de olvidar al terminar, triunfante, el tratamiento… Un tratamiento que ayer volvieron a recetarle “para asegurarnos que no coge la bronquitis”, me dijo la malvada. Y juraría que la vi sonreír maliciosamente mientras imprimía la receta...

martes, 14 de febrero de 2012

De madres perfectas y fabulosas


Siempre creí que, en el caso de darme a la ardua tarea de la maternidad, sería una madre moderna y fabulosa, de ésas que van con el pelo ultraplanchado, con la manicura hecha y perfectamente conjuntada, sosteniendo de una mano un maravilloso bolso de firma y con la otra al queridísimo retoño, inundado en lazos, capotas y encajes y que ambos pasearíamos relajados y felices por la calle Larios arriba y abajo, como si no hubiera un mañana… 

Sin embargo, la realidad es más bien otra y aunque yo me empeño, y créanme que lo hago, en fingir que soy una Heidi Klum venida a menos (a mucho menos), en ocasiones me descubro lanzando alaridos al más puro estilo Morancos, amenazando a la criatura como amenazaban las mujeres antiguas, con una nueva y desconocida voz sorprendentemente aguda, empujando el carro con tanto esfuerzo como si tirara de un trailer, persiguiéndola por las calles, pidiendo disculpas a los transeúntes a los que atropello –que no son pocos- arrastrando los abrigos, los pañuelos y la elegancia por los suelos, los mismos suelos a los que suele tirarse la nena para tratar de lamer cualquier pelusa o papel que tenga pinta de contener el virus de la viruela o algo peor… 

Y al llegar a algún escaparate, frente al que finjo ser una persona normal y relajada, el drama se intensifica porque una siempre cree que va mejor de lo que en realidad va, pero el cristal me devuelve la imagen de una jorobada de pelo alborotado, con un atuendo impropio de alguien que lee la Vogue y con mirada de loca, no de loca divertida, de loca peligrosa, de las que se queman a lo bonzo. Y miro a la niña -a la que juro que saqué de casa digna del Hola Niños- con la cara llena de churretes, las manos como si acabara de salir de una mina boliviana, los pelos de anciana postrada en una cama, los leotardos para entregar en Sanidad y la mirada tan o más desquiciada que la mía, cantando el Tallarín -o cualquier otra canción infernal de los Cantajuegos- a un nivel que ríete tú de la contaminación acústica del aeropuerto. 

Y ya, consciente de la realidad y todo lo humillada que puede estar una madre desquiciada -que no es mucho, para qué nos vamos a engañar- vuelvo a casa como quien vuelve de hacer el Camino de Santiago, a hacerme la muerta y a dejarme torturar con cualquier vídeo infantil chillón o con una escalofriante sesión de peluquería con los materiales de la Nenuco Peinados, con la que mi maltrecha melena se queda reducida a la mitad, pero con  la que, al menos, consigo unos diez minutillos de silencio, de silencio doloroso, eso sí, pero de silencio al fin y a cabo, que para una madre eso es el paraíso…