viernes, 30 de marzo de 2012

La huida

Cuando me compré la casa en el mismísimo centro histórico de la ciudad –o me la compró el banco, mejor dicho- pensé en los paseos matutinos por la calle Larios, en los desayunos en Casa Aranda, en la cercanía de mis tiendas favoritas, en la noches de fiesta sin hacer cola en las paradas de taxi y en los helados de Casa Mira esperándome a la vuelta de la esquina.

Pensé en todas esas cosas y en otras muchas, casi todas ventajas, pero curiosamente –y digo curiosamente porque entonces yo no era madre y mi cerebro aún funcionaba bien- se me olvidó que durante unas –que no una- semanas al año estaría atascada en el epicentro del mundo cofrade, secuestrada en mi propia casa, rodeada de tronos, nazarenos, mantillas y bandas de cornetas y tambores. Al norte, al sur, al este y al oeste de mi humilde morada. Sin escapatoria.

Lo cierto es que antes de vivir aquí en el foco semanasantero, bajaba alguna vez a ver alguna procesión. Aspiraba un poco de olor a incienso, veía pasar uno o dos tronos, me compraba un trozo de coco y me tomaba unas copillas con los amigos en cualquier bar de moda, para luego volver a casa, tranquila y relajada a seguir haciendo mi vida. Sin embargo, ahora que tengo que permanecer sitiada por los tronos, la cosa se complica porque Semana Santa es lo único que hay en el menú. Y es una odisea bajar a hacer la compra, pasear o hacer recados. Todo es cirio y fervor.

Y claro, vivir eso tan intensamente como requiere el residir en el cogollo es agotador, sobre todo, haciéndolo con una niña de dos años y pico que es capaz de visitar con las abuelas todas las vírgenes y cristos de todas las iglesias de la ciudad, con todo el entusiasmo de un entregado seminarista, pero que es escuchar un tambor y entrar en estado de histeria. Así que no nos queda otra que huir. Como las ratas de los barcos. A algún lugar recóndito y alejado del olor a incienso y los cucuruchos de nazarenos.

Por suerte, mi hermana, que es una incondicional de la Semana Santa y que vive en Marbella, muy cerquita de la playa, nos cambia la casa para estos días. Así, ella se entrega escuchando saetas y bandas cofrades y nosotros nos vamos a tomar el sol –todo el sol que se puede tomar cuando hay amenaza de lluvia y una tiene una niña blanca como leche-. Y todo es felicidad y maletas por hacer.

Y en esas estamos, preparando la huida. Yo, con una paciencia inusitada en mí -probablemente por la sobredosis de antihistamínicos para la alergia que me he chutado- voy metiendo en la maleta la ropa –de todas las temporadas porque con este tiempo no se sabe-, mientras la nena la va sacando por el otro lado, esparciéndola por toda la casa como en un bucle sin fin, hasta que de fondo escuchamos los tambores que, como los orcos del Señor de los Anillos, anuncian la llegada un nuevo traslado o un postraslado o una procesión o un Via Crucis, y la pelirroja recapacita sobre la marcha y recoge, aterrorizada, todas las prendas que ha tirado por el suelo y las mete como puede y a empujones en la maleta al grito de “tambores, zzustooo”. Pues eso. Tambores no, gracias.

¡Feliz Semana Santa a todos!

jueves, 29 de marzo de 2012

La huelga maternal

Hoy tenía planeado sumarme a la huelga general, no por la reforma laboral –ni siquiera he tenido neuronas ni tiempo de poder leerla entera en este malvivir en el que me hallo inmersa- sino por sentirme parte de algo, como si se tratara de un flashmob y para ver si, de paso, conseguía algo de tiempo y de relax, que buena falta me hace. A mí y a mi locura maternal transitoria.

Es cierto que no trabajo fuera de casa, pero eso no sería impedimento para huelguear a mis anchas y con todas las de la ley. No escribiría ni un párrafo, dejaría un par de colaboraciones pendientes a medio escribir -para que diera más sensación de dejadez subversiva-, me alimentaría de Domino’s Pizza y otros enemigos de la dieta saludable –ésta sería sin duda la mejor parte- y me pasaría el día tirada en el sofá reviendo el Ala Oeste de la Casa Blanca como si no hubiera un mañana. 

Ni cogería el teléfono, ni recogería juguetes, ni pondría lavadoras, ni haría la compra, ni la cama, ni me peinaría siquiera. A lo peor hasta ni me quitaba el pijama en todo el día, sólo para ducharme, porque una puede ser huelguista, pero limpia, sin peinar, pero limpia. Eso que no falte.

Sin embargo, los que hacen la huelga de verdad, la que anuncian en pancartas y banderas, me han dejado sin mi particular huelga privada, que, seguramente, me hacía mucha más falta que a ellos, porque soy una madre estresada de ojitos vueltos y cansancio extremo, que sólo pide que se respeten sus derechos más fundamentales –como el de ducharse en la intimidad sin agresiones pelirrojiles o no ser torturada con lanzamiento de juguetes o con canciones populares infantiles día y noche- y que, además, ya puesta a pedir, le dejen un par de horas libres para ver algo de telebasura, que aunque sea muy políticamente incorrecto para una universitaria de pro, es lo único que consigue despejarme.

Pues ahora resulta que la guardería no abre mañana. A ver, que lo entiendo, que son sus derechos, no digo yo que no, y que está muy bien que hagan uso de ellos que para eso están, como diría mi abuela. Pero ¿qué hay de lo mío? ¿qué pasa con mi día de huelga maternal? ¿qué hay de mis ilusiones y de mis planes de pereza pasivo agresiva?

No hay derecho. Así, que ahora me veo obligada a no hacer huelga. ¿Y eso no podía denunciarse? ¿Y a quién denuncio? ¿A la guardería o a la pelirroja? Supongo que a la pelirroja que es, en última instancia, quien me ata al trabajo de madre, pero seguro que al ser menor, la denuncia se queda en papel mojado... Total, que me quedo sin huelga. Con la ilusión que tenía. Lo dicho, no hay derecho.

miércoles, 28 de marzo de 2012

La guardería. El paraíso maternal (Parte III)

La guardería no es especialmente bonita, de hecho, es más bien fea y huele a fritanga, pero dicen que eso es porque hay cocina propia y que es buena señal. A saber. Muchos de sus compañeros tienen pinta de futuros delincuentes y sus madres aún no han descubierto ni el grupo Inditex ni las buenas maneras, pero imagino que, probablemente, las pobres son también madres agotadas que vienen desde la otra punta de la ciudad y al llegar no les queda aliento para los buenos días, a lo sumo para un bufido, que no es poco, y que a esas horas tampoco sé cómo interpretar, ni me importa,  la verdad.

Lo cierto es que desde que la nena está en la guardería cada vez me importan menos cosas o, por lo menos, me preocupan en menor medida, probablemente porque tengo cuatro horas libres para rumiarlas y darles solución o bien porque al estar menos estresada “todo el mundo parece más bueno y mejor y es más difícil distinguir al enemigo”, como diría El Lichi, así que apenas me importa lo del insoportable olor a fritura que me trae la pelirroja a casa cada día y que me lo impregna todo –aunque luego me vea obligada a limpiar el sofá con amoníaco-, ni los chicles pegados en el pelo –aunque los estragos en la melena la hagan cada vez menos Shirley Temple y más Punset- , ni las uñas con plastilina incrustada hasta la raíz, ni los virus que nos trae a casa y que nos repartimos como buenos hermanos… ni muchas otras cosas que antaño me hubieran hecho disparar las pulsaciones, como la pinta de paramilitares serbios que tienen algunos de los padres –algunos hasta mascan tabaco violentamente, lo que lo hace todo mucho más terrorífico- y es que a veces me acojono un poco, la verdad, no vaya a ser que a la pelirroja le de por guantear a su hijo y a mí me exilien a un Gulag. Y es que mis cuatro horas dan para mucho rollo zen, no digo yo que no, pero aún tengo que lidiar con otras 20 en las trincheras y lo cierto es que no siempre puedo mantener los chakras en orden.

Precisamente uno de los momentos donde cuesta mantener los chakras en buena posición es en las fiestas del centro,-por llamarlas de algún modo- un acontecimiento que, ilusa de mí, esperaba con mucha ilusión, pero que es lo más parecido al infierno que puede vivirse dentro de una guardería, sobre todo si la abuela materna –obstinada detractora de matricular a la nieta- decide acompañarte con la excusa de ver a la pelirroja cantar el ‘Dulce Navidad’ pero con el único interés de investigar el centro e interrogar al profesorado sobre “lo mal que lo está pasando la chiquilla”.

Así que en ese universo de vasitos de plásticos y cuencos con gusanitos chupados que las maestras nos ofrecen –imagino que para castigarnos por haber engendrado a sus insufribles alumnos- me vi desbordada, colándome en el escenario para colocarle bien a mi pequeña pastora el pañuelo y subiéndole las cintas de las alpargatas, como la madre de la Pantoja, al mismo tiempo que perseguía a la abuela que estaba acosando a preguntas a la pobre cocinera –que, sintiéndose importante, se dejaba querer- y a mi tía, que buscaba al tal Oswaldo –el que patea día sí y día también a sus nietos-, no tengo muy claro con qué fin...

Sobra decir que la guardería no ha organizado más fiestas a las que pudiera asistir la familia. O quién sabe, a lo mejor no nos han invitado, pero tampoco les guardaría rencor, la verdad. Las cuidadoras de la nena -y guardianas de mis cuatro horas diarias de relax- tienen un papel tan destacado en mi equilibrio psicológico, que podrían escupirme diariamente a la cara las bolas de tabaco de los presuntos paramilitares y aún así seguirían ocupando un importante hueco en mi corazoncito de madre extenuada y hasta un hueco en mi herencia si la tuviera…Vamos, que estoy por ahorrar.

martes, 27 de marzo de 2012

La guardería, el paraíso maternal (Parte II)

A priori, mucho antes de conocer siquiera las instalaciones, la pelirroja se declaraba una entusiasta de la guardería, bien porque no tenía ni idea de qué era o bien porque cada vez que decía que quería ir, era agasajada con todo tipo de chucherías y regalos con el doble fin de que –en un cutre ejercicio de psicología barata- acabara vinculando las ideas de la felicidad y la sobredosis de azúcar con la del cole y para que, de paso, mostrara un entusiasmo desmedido delante de mi inquisidora madre –detractora acérrima de la guardería- cuando se le preguntara sobre el asunto.

Ruina. No sólo no fingía delante de la abuela cuando se le preguntaba sino que, además, hacía pucheros, probablemente porque escuchaba cómo mi madre me repetía frases melodramáticas del tipo “qué lástima de mi niña, para que le peguen”, como si en lugar de a la guardería planeara llevarla a una pelea de gallos en el Bronx y, claro, imagino que a la chiquilla tanto drama le impresionaba.

De cualquier manera, las cutretécnicas de psicología de libro de autoayuda tampoco funcionaron y el primer día de guardería fue, como no podía ser de otra manera, un auténtico desastre, un infierno anunciado, una tragedia griega, uno de esos días que guardo a buen recaudo en el subconsciente para contarle a mi psiquiatra el día que finalmente termine perdiendo la cabeza y acabe andando en camisón y con un rifle por toda la ciudad.

Y es que nada más llegar al recinto y antes incluso de que abrieran la puerta, la niña pareció entender de qué iba el asunto y empezó a endemoniarse de tal manera que poco faltó para que empezara a andar por las paredes –probablemente le frenaron los horribles dibujos de falsos personajes Disney hechos a rotulador por una mano poco talentosa-. Menos mal que la maestra, cual loquera experimentada, salió -más bien tarde que pronto- a nuestro encuentro y, minutos antes de que a la niña le comenzara a dar vueltas la cabeza, la cogió en brazos, reduciéndola como a un francotirador y soportando estoicamente las patadas en los costados y los tirones de pelo, mientras nos explicaba los pormenores del ‘período de adaptación’, todo ello sin dejar de sonreír. Pobre.

Y yo, que no tenía muy claro qué hacer ni en aquel momento ni durante aquella primera hora de libertad que se me presentaba, mitad asustada y mitad avergonzada por el espectáculo ofrecido por la pelirroja –que sí, que sí, que será muy habitual, pero su primo el ‘todolohagobien’ entró como si entrara a su casa, saludando y todo-, me fui a una cafetería cercana con mi prima, a esperar por si a la niña le persistía el ataque y tenía que ir a recogerla y encamarla o por si agredía a alguien y la expulsaban en su primer día, todo ello con el estrés bombeándome el pecho, las manos temblorosas y quizás con un poco de sentimiento de culpa en el cogote…

Podría fingir y decir que lloré más que ella y que aquella primera hora se me hizo interminable, que no encontraba consuelo y que a punto estuvo de tirar la puerta abajo para que me devolvieran a mi niña. Pero no. Lo cierto es que apenas pasados unos minutos, aquella angustia se convirtió en relax y me sentí en la gloria, aliviada de volver a ser un solo cuerpo y de poder tomarme una Coca cola entera sin que nadie me la derramara encima o me metiera los dedos dentro e incluso poder mantener una conversación medianamente coherente con otro adulto, aunque fuera sobre pañales.

Y a la hora la recogí y todo fueron abrazos y besos y pegotes de plastilina en la camisa. Habíamos superado el primer día y sin rencor ni valiums de por medio. Y tras ése vino otro día y otro y luego otro y otro más, algunos mejores y otros peores, la mayoría peores para qué engañarnos, pero todos con el denominador común de traer bajo el brazo unas horas de libertad y eso vale todo el esfuerzo.

Vale que cada mañana tenga que protagonizar una caminata interminable, empujando un carro con 17 kilazos de prole en su interior, con los gemelos como Indurain, entonando los grandes éxitos de Cantajuegos con el poco aliento que me queda y haciendo todo tipo de carantoñas, cucamonas y piruetas, cuanto más ridículas mejor, para que la nena vaya entretenida y no sospeche el destino que la aguarda porque al final del tormentoso trayecto tengo mi merecido premio, mis cuatro horas de libertad. Cuatro horas enteras para trabajar sin gritos, para hacer la compra sin berrinches, para hacer recados diligentemente o para hacerme la muerta si quiero que para eso son mis cuatro horas de no madre. Lo que no sé es lo que va a ser de mí cuando llegue el verano. Se acostumbra una tan pronto a lo bueno...

(Continuará)

lunes, 26 de marzo de 2012

La guardería, el paraíso maternal (Parte I)


Lo cierto es que tardé en decidirme a llevar a la nena a la guardería, en primer lugar porque me daba pena llevarla tan pequeña, sobre todo, porque yo no trabajaba fuera de casa y no me parecía tan necesario –aunque dentro estuviera al borde del colapso nervioso cada día- , pero sobre todo, por las historias para no dormir que contaban los informativos y las terribles leyendas urbanas sobre guarderías demoníacas de cuidadoras psicópatas, que todo el mundo me contaba al unísono cada vez que me planteaba el asunto.

Mi madre, la misma que había coaccionado a mi hermana para que metiera a su hijo en la guardería años atrás, por aquello de que se relacionara y cogiera cierta disciplina, me extorsionaba con todo tipo de amenazas para que yo no llevara a la mía, imagino que más por dar por saco que por convicción, ya que como toda madre es experta en esperar a que tomes una decisión para apostar por la contraria, y casi siempre me acababa convenciendo –por agotamiento o por miedo, qué se yo, pero me convencía- aunque yo estuviera loca por quitarme a la pelirroja de en medio unas horas al día y así poder atender los mil asuntos pendientes e, incluso, en un acto de entusiasmo, pintarme las uñas y depilarme las cejas antes de que acabaran tapándome los ojos –si es que eso no había ocurrido ya-.

Así que cuando la nena cumplió los dos años y yo ya tenía la mirada perdida y las ojeras de un preso de Guantánamo, decidí que iría a la guardería, aunque fuera a una demoníaca, que más demoníaca era ella y que se seguro que se las sabría apañar bien.
La matriculé en la única que tenía plazas libres y que estaba a dos códigos postales del mío, o sea, en Gambia, lo que me suponía unas carreras matutinas de 25 minutos ida y 25 vuelta, pero bueno, la recompensa era enorme, tan enorme como mis cejas.

Así que la matriculé, le compré un par de minibabys de cuadros azules, a los que, en un arrebato de amor maternal -en parte provocado por la culpa del inminente abandono- les bordé el nombre junto a la cara de una Kitty deforme, recordando las clases de punto de cruz del colegio, cuando bordé cientos de claveles –también deformes- en un horrible mantel amarillo que olía a plastilina vieja y que mi madre nunca colocó sobre la mesa. No la culpo, la verdad, yo tampoco lo habría hecho.

Invertí los cuartos previsto para la temporada de otoño, en un libro de fichas de un erizo con peto naranja y sobrepeso, en materiales escolares variados, en dos mochilas, en más de un chándal y en dos pares de zapatillas deportivas de calidad con las que poder patear los traseros de posibles abusones y de presuntas maestras psicópatas, para lo que le di unas clases caseras de cutredefensa personal tan ridículas como inefectivas.

Y la mandé a la guardería como quien la manda a la guerra. Con la mochila hasta arriba de pañales, mudas y viandas para una semana. Sólo me faltó la estampita de la Virgen del Carmen y la medallita de San Judas, como proponía mi madre y que no le metí para que no nos tacharan de fundamentalistas o, lo que es peor, de majaras y nos echaran en el minuto uno. Así que, sin protección divina y con mucho miedo en el cuerpo –en el de ambas- tomamos rumbo a la guardería como peregrinas del Camino de Santiago, pero con la certeza de una recompensa mejor que la del Año Jubileo porque ¿para qué quiere una madre agotada de cejas gigantes y uñas descoloridas una Bula Papal cuando puede optar a cuatro horas de libertad diaria? Cuatro horas enteras. En blanco. Cada día. Sin gritos. Sin Canal Disney. Sin manos pegajosas. Sin pataletas… ¿Bula papal? Venga ya…

(Continuará)

viernes, 23 de marzo de 2012

Madres trabajadoras (y tan o más desquiciadas que las otras)


A diferencia de lo que haría una persona lúcida y con al menos un dedo de frente, yo decidí quedarme embarazada justo cuando me quedé en paro. Total, algo tenía que hacer para matar el tiempo, acostumbrada como estaba a una vida periodística de estrés galopante y horarios intempestivos y así, a bote pronto, -como cuando me compré aquella horrible chaqueta de domadora- me pareció una magnífica idea.

Siempre he sido una empollona a la que no le gusta faltar al trabajo ni por unas anginas terminales, así que me pareció acertado darme a la procreación sin el agobio de tener que andar solicitando permisos para ginecólogos variados, pruebas médicas rutinarias y malestares propios de la gestación, que, aunque son derechos, -que no me asesine ninguna feminista enfervorizada- me hubieran estresado el ya de por sí tormentoso embarazo.

La cuestión es que estaba parada cuando me embaracé y, por ende, cuando di a luz y decidí esperar un poco más para buscar trabajo porque la nena era muy pequeña y me daba cosilla dejarla en una guardería para que le obligaran a comer su propio vómito como vi una vez en un telediario, así que esperé un poco más y otro poco más y cuando ya estaba lista para trabajar más allá de las colaboraciones desde casa –y frita por escapar del hogar y de la niña-, llegó la crisis y con ella mi condena a seguir dedicándome a la maternidad a tiempo completo.

Así, en ocasiones, cuando ya no puedo más con la pelirroja, que se pasa el día cantando canciones irreconocibles a voz en grito y bailando como un derviche a mi alrededor y no me deja hacer nada y de tanto estrés me quiero arrancar los ojos –como el protagonista de una película que vi de pequeña en la Bola de Cristal y que aún me aterroriza ¿de verdad era un programa de niños?- me acuerdo de las madres trabajadoras y me muero de envidia al imaginármelas en sus reuniones rodeadas de adultos que no escupen caramelos chupados y a los que no hay que sonarles la nariz ni quitarle los chicles del pelo y hablando de cosas de adultos y organizando el trabajo y solucionando problemas que van más allá de ‘se nos han acabado los pañales’ o ‘se ha roto el dvd de Caillou’… 

Pero luego, pienso en que esas mismas mujeres, después de su día ajetreado, han de volver a casa y enfrentarse a sus niños histéricos –y resentidos por su ausencia, que los niños son muy suyos, como diría mi tía Laly- y a la temida hora del baño infantil, al espurreo de la cena y hasta a una noche en vela, tras la cual han de volver a parecer personas normales y enfrentarse a una nueva jornada laboral… Y entonces, además de envidiarlas, las admiro. Mucho. Muchísimo. E imagino que cuando llegue el día en que vuelva a trabajar en la calle –que sea pronto, que sea pronto- ya acabaré loca del todo, se me caerá el poco pelo que me queda y ya no habrá excusa alguna para seguir evitando al psiquiatra. Pero acepto el desafío. Sólo espero que a mi futuro jefe no le importe trabajar con una calva desquiciada que, además, tiene un tic invisible en el ojo derecho. Pero quién sabe, a lo mejor eso desgrava…

jueves, 22 de marzo de 2012

La hora de las palabrotas


Nadie sabe cómo ni por qué, pero una de las primeras cosas que aprenden los niños al hablar, mucho antes de que sean capaces de pronunciar correctamente su nombre o de que logren terminar una frase con algo de sentido, son las temidas palabrotas, las peores del mercado, los tacos más chungos que nadie sabe quién les ha enseñado o dónde los han oído pero que les salen un día por las que fueran sus incólumes boquitas como si tal cosa, mientras tú, ingenua y feliz, haces la compra o te pruebas los its de la nueva colección de Inditex. A bocajarro.

Lo curioso del asunto es que a pesar de sus lenguas trabadas y sus balbuceos habituales entre palabra y palabra, los pequeños malignos son capaces de pronunciar las palabrotas a la perfección, con todas sus letras bien vocalizadas y siempre con la entonación adecuada, para que no haya inducción posible a error, dejando claro qué han querido decir y eliminando así cualquier posibilidad de excusa materna frente al siempre sorprendido y ofendido público.

“¡Coño, Kitty, que comas!”. Escuché un día atónita mientras le daba de comer una tarta de plástico a su Kitty hinchable. Y el mundo, junto a las aspiraciones de convertirla en una niña bien, se me vinieron abajo. “No le regañes que es peor”, me dijo mi hermana que, además de madre agotada, es maestra y entiende de estas cosas y así lo hice, fingí durante semanas que sólo era una palabra más pero aquello iba a peor. “Se me ha caído el yogur, coño”, “Coño, no quiero domir” o “Coño, quiero que venga el abuelo” y así todo el día.

Así que finalmente decidí regañarle, por lo menos así la gente que nos miraba atónita por la calle pensaría que soy una buena madre –agotada, pero buena- que velo por los intereses lingüísticos de mi hija… pero fue peor. Mucho peor. Ya no nos librábamos del taco ni cuando hablaba en sueños, así que tras una semana de amenazas y castigos surrealistas -de ésos de última generación como el de la silla de pensar-, decidí resignarme a tener una hija poligonera y mal hablada, eso sí, oculta tras un vestido de Pili Carrerra y unos tirabuzones pelirrojos.

Y así vivimos algo más de un mes, atemorizados de que la nena soltara el exabrupto en el médico, en el mercado, de camino a la guardería, en una reunión familiar o, lo que era peor, en el encuentro cumpleañero que teníamos previsto con un buen puñado de madres entregadas y sus hijos perfectos –ésos que nunca se despeinan, ni se rompen los leotardos, ni se arrancan los lazos ni las horquillas y ni mucho menos dicen palabrotas-.

Y lo soltó, digo si lo soltó. Cuando un rubiales de flequillo intacto y pantalón corto con calcetín alto al estilo ‘Florido Pensil’ la cogió del vestido, se lo escupió a la cara.

Y hasta el ruido infernal de la fiesta pareció atenuarse para que todos pudieran escuchar que, efectivamente, mi niña era una ordinaria. Y justo cuando yo me disponía a darme un chute de mi fabuloso inhalador Foster rosa fucsia para recobrar el aliento y recuperar de paso algo de la dignidad perdida, escuché que el rubiales le decía “Tú lo que eres es una tonta y una hija de puta”.

Y entonces todo fue felicidad y sonido de violines –para mí, no para la madre entregada de uñas esculpidas que también quedó, pobre, al borde del colapso- porque comprendí  que es cierto que la pelirroja tiene muchas papeletas para convertirse una auténtica poligonera, pero tantas como probablemente tienen el resto de los mocosos. Y eso es un alivio. Un gran alivio.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Una pelirroja en la familia


Cuando el matrón que me atendió durante el parto me dijo –mientras yo despertaba recosida cual Frankenstein de la cesárea- que la niña era pelirroja, hasta me reí, -pensando que se trataba de una broma de ésas que te hacen después de la anestesia para ver si reaccionas y así comprueban que no te has quedado medio tonta con el chute- entre otras cosas porque tanto el pater de la criatura como yo somos morenos tirando a gitanos oscuros y porque el propio matrón era pelirrojo y aquello ya iba a ser mucha casualidad.

Pero no. La nena era pelirroja. Pelirroja como las candelas. A mí la idea me hacía muchísima ilusión porque me parecía que era como tener una niña de diseño, como la protagonista de Annie o como las niñas que aparecen en los póster gigantes que cubren las paredes de la planta infantil de Zara, y que sería una pasada ir con mi niña de edición limitada, calle arriba y abajo, vestida como una princesita y luciendo pelirrojismo dentro de su flamante gigantocarro de inspiración inglesa. Todo muy vintage.

De hecho, la nena sacó tirabuzones y ojos verdes, una razón más para estar contenta y también para sospechar que no es mía y que el matrón me dio el cambiazo al nacer como en un telefilme de la sobremesa del domingo, aprovechando la confusión propia de un quirófano en hora punta. Así se lo comenté todavía en el hospital al pater de la criatura que, creyendo que lo decía en serio, me confesó que el día del parto ya se había asegurado de que éramos los únicos que estábamos en quirófano. “O sea, que sí es nuestra”, me dijo, “y si no, ya nos la quedamos”, añadió satisfecho. Y nos la quedamos.

De cualquier manera, la nena es clavada a su padre, a pesar de su pelirrojismo, lo que sumado a que una tía mía también tiene el pelo naranja -aunque lo oculte tras unas mechas rubias-, me ha exonerado de toda culpa y de las bromas acusatorias de los amigos que exigían fletar un avión para ir a buscar al supuesto verdadero padre a tierras irlandesas.

La pelirroja es guapa -no lo digo yo, lo dicen las tiendas en las que me han ofrecido hacerle fotos para sus catálogos, ea- y a mí, me encanta la idea de que sea pelirroja, quizá por eso me resulta curioso que cuando la gente se detiene para decirle monerías y alabar su “cara de muñeca” obvie el color de pelo, lo lamente o use extraños eufemismos, como si se tratara de una bizquera o un sexto dedo y escucho atónita cosas como:

“Ay, qué rubia más guapa”. ¿Perdón? ¿Dónde hay una rubia?

“Bueno, luego eso tira a rubio oscuro”. Y dale con el rubio, pero si yo no quiero que sea rubia…

“Tú no te preocupes porque mi nieto luego se volvió castaño”. No si yo sólo me preocupo por su nieto y el gasto en tintes de su hija…

Y así siempre. Un sinvivir. Y es que a mí me encanta que la niña sea pelirroja y si tuviera otra –aunque creo que eso no ocurrirá jamás- también querría que fuera pelirroja, pelirroja como Katherine Herpburn, Rita Hayworth, Julianne Moore o Emma Stone -como Tilda Swinton no, gracias-. Porque yo, la única pega que le encuentro a esto del pelirrojismo –también vale rutilismo, pero me suena a enfermedad de los 80- es que he de gastarme el doble que las otras madres en cremas protectoras solares para que la nena, blanca como la leche, no se me queme como un salmonete y, además y esto es lo peor, no puedo tirarme como un lagarto al sol como hace mi hermana con mi sobrino 'aconguitado', sino que yo he de ocultarme bajo la sombrilla como una guiri trasnochada. Y eso no está bien. Por el resto, me declaro fan incondicional de los pelirrojos. Total, tampoco me quedaba otra...

martes, 20 de marzo de 2012

Lo que está por venir...


Como madre agotada y pusilánime que soy, la mera idea de tener que enfrentarme en un futuro próximo a alguno de los cambios que requiere la crianza, me produce ya de antemano, una oleada de estrés galopante –un tsunami más bien- que me dispara la hipertensión a límites insospechados.

Y es que alterar la rutina, por muy mala que ésta sea, es siempre una mala idea, un laborioso volver a empezar de cero –con el miedo que da esto en cuestiones maternales-, un duro trabajo que requiere de constancia y paciencia, dos virtudes de las que nunca anduve sobrada, pero que desde que ando inmersa en el negocio maternal, he perdido para siempre.

La parte positiva es que la pelirroja aún no ha llegado –pero sólo por los pelos- al momento en el que, según cuentan las madres expertas, empiezan los grandes cambios: los dos años y medio, cuando, según parece, saltan todas las alarmas y hay que iniciar sin dilación las duras tareas de quitar el pañal, hacer desaparecer el chupete y pasar del biberón al vaso, entre otras cosas, con los consecuentes dramas individuales que entraña cada asunto.

Sin embargo y a pesar de que, por el momento, yo me hago la remolona –aunque frente al comité de madres entregadas finja, aterrorizada, que hacemos progresos -, la pelirroja está extrañamente entregada con el tema del pañal, intuyo que más por exhibicionista que por espabilada, pero en cualquier caso, no duda en arrancárselo en cualquier momento y lugar, ya sea en el pasillo de lácteos del Mercadona o entre los bancos de la Iglesia de Los Mártires, al grito de “quiero pipí” o “no quiero ezzto”, con el consecuente lanzamiento de pañal y el inevitable bochorno maternal.

Yo, como digo, no estoy mucho por la labor de empezar a embarcarme en este tormentoso viaje sin retorno, entre otras razones porque es invierno, -que según las expertas no es buena fecha, porque la tragedia de la incontinencia se acentúa cuando hay mantas, abrigos y leotardos empapados de por medio-, pero, sobre todo, porque conozco algunas terribles historias para no dormir como las de mi amiga Rebeca que versan sobre niños sin pañales, piscinas y madres humilladas pescando heces con cubitos de Bob Esponja. No quiero jugar. Al menos, no mientras pueda evitarlo.

Así que, como la madre imperfecta que soy, agotaré mis últimos meses de maravillosa rutina –más vale malo conocido que más malo por conocer-,  dejándome el sueldo en cargamentos industriales de Huggies y toallitas de aloe vera y haciendo almacenaje de cómodos biberones antiderrame y benditos chupetes silenciadores, aunque en un futuro me vea obligada a gastar el fondo de pensiones que no tengo en una ortodoncia quirúrgica, y es que el amor de la pelirroja por las tetinas en general y por su chupete en particular es tan profundo –y ruidoso- que, sin duda, merece un artículo completo y, para ser justos, un elevado porcentaje de los beneficios de Suavinex.

lunes, 19 de marzo de 2012

¡Felicidades, papá!

No me considero una persona con demasiada suerte. Tampoco con mala, no vayamos a enojar al Señor como dice mi madre, pero con buena tampoco, mediocre más bien. Pero tirando a mala, para qué vamos a engañarnos.

Tengo un metabolismo de pena, -que no me permite ni oler la Nutella sin engordar 7 kilos de golpe- no recuerdo cuándo tuve mi último trabajo fijo –juraría que vivía Franco-, nunca me ha tocado nada –ni en la lotería ni en los sorteos del Domund del colegio- y empiezo a sospechar que la Ley de Murphy me tiene demasiada simpatía o si no, no me explico buena parte de este malvivir que me acompaña, ni cómo cada mañana se me queman las tostadas –aunque me quede mirándolas fijamente sin pestañear- o que cada vez que tienda la ropa, acabe volcando y suicidando toda la cesta de pinzas ojopatio abajo, para el disfrute y ahorro de la vecina del primero.

Se me cae el pelo a manojos, engancho resfriado con gripe y entre col y col, ataques de alergia fulminantes; en las tiendas, siempre se agotan las prendas que quiero y si las pido por Internet llegan defectuosas; descatalogan mis cosméticos favoritos, todos, y cancelan las series que decido seguir, aunque no me entere del argumento.

Suelo perder el autobús –aunque finjo que no, para no pasar la humillación de correr tras él- y si no lo pierdo, siempre hay un prejubilado que me mira fijamente hasta que le cedo el sitio y he de soportar el viaje con la cara en la axila de alguien, que además me golpea las pantorrillas con una gigantobolsa de verduras. Siempre salgo de la peluquería peor de cómo entré, mis paquetes siempre se pierden en algún oscuro almacén de correos, la bombona de butano siempre se acaba cuando estoy en plena ducha relajante y si hubiera tenido dinero habría invertido en Nueva Rumasa sin pensarlo.

No soy una persona con demasiada fortuna. Eso es seguro. Quizá por eso me sorprenda tanto el hecho de haber tenido la suerte de encontrar al partenair perfecto, a la pareja de baile ideal con la que afrontar las duras tareas que entraña el negocio de la crianza, con la que compartir las interminables noches en vela y las ojeras posteriores; las pataletas de la nena en mitad de la calle; la vergonzante –y novedosa- lamida de libros en la FNAC a escondidas tras los estantes; los infumables maratones de ‘El gato del sombrero’ incluso en días de partido; los paseos infernales con la moto de Feber, atropellando a palomas enfermas y a niños distraídos y, en definitiva, un día a día estresante y agotador, en el que, a diferencia de mí, raramente pierde la paciencia y menos aún la sonrisa. 

Y siempre le quedan fuerzas para pasearla a hombros por toda la ciudad, para hacer carreras calle arriba y abajo, para llevársela a ver el fútbol con los amigos –ataviada con su miniequipación y su bolsa de patatas-, para inventarse mil y un cuentos de princesas y dragones con los que dormirla o para darse con ella largos baños de espuma, donde cada día comparten juegos, risas y confidencias… No me extraña que sea el favorito de la pelirroja. También es el mío.
¡Felicidades papá! 

viernes, 16 de marzo de 2012

Cinco grandes mentiras sobre el embarazo (Parte I)


“El embarazo es una etapa maravillosa”. Náuseas matutinas -vespertinas y nocturnas-, dolores de espalda, sobrepeso, estrías, ardores, incontinencia urinaria, hinchazón, diabetes gestacional… No se me ocurre nada tan maravilloso. Nada. Lástima que sólo dure diez meses.

“Cuando estás embarazada estás más guapa que nunca, radiante”. Si eres Angelina Jolie, vale, pero si no, olvídate. Serás una réplica de Falete en una mala foto, con los tobillos hinchados cual anciana de mercado, andares de Lucky Luke, boca de transexual y la cara deforme, en mi caso, de indio viejo y enfermo.

“Ninguna mujer querría renunciar a llevar a su hijo dentro”. ¿En serio? Yo pagaría por tener un útero de plástico sobre la mesa del comedor donde se engrendrara tranquilamente el bebé mientras yo me hago la manicura francesa y admiro los progresos del cigoto.

“Notar a tu hijo dentro de ti moviéndose, es una sensación tan especial…”. Gracias a Dios que es especial porque si esas convulsiones neonatales que te recolocan los órganos vitales y te dejan sin aliento en cualquier momento y sin previo aviso, ocurrieran cada día, más de una se inducía el coma.

“Cuando des a luz, echarás de menos la barriguita”. Definitivamente, la gente está enferma.

jueves, 15 de marzo de 2012

Niños prodigio


No todos los niños son iguales. Los hay más guapos y más feos, más altos y más bajos, más simpáticos y más desagradables y también más torpes y más listos porque como diría mi abuela, de todo ha de haber en este mundo.

Mi pelirroja no es especialmente espabilada, para qué nos vamos a engañar. No es torpe -no mucho, al menos- pero tampoco es una lumbrera, sobre todo, si se la compara con alguno de los niños prodigio –en plan listo, no en plan Joselito- con los que me he topado desde que empecé en este malvivir de la crianza y que parecen señores mayores encerrados en pequeños cuerpos de poco más de un metro de altura –bueno, aquí sí como Joselito-. Muy raro todo.

Así, cuando yo, ilusionada e ingenua cual madre primeriza, iba por ahí presumiendo de que mi niña ya decía mamá, me topaba con algún pequeño competidor-arruina-ilusiones que era capaz de recitar tres poemas seguidos de Lorca sin respirar; o cuando yo anunciaba que la nena ya andaba agarrada de una sola mano, aparecía alguno que era capaz de correr los cien metros lisos a la pata coja, o cuando se comió su primer aspito y yo la miraba con el corazón en la boca y el número de urgencias marcado en el móvil por si se ahogaba, alguno ya se comía los pistachos a puñados y escupía las cáscaras como un loro profesional, de ésos que van en bicicleta.

Así que acabé por aceptar que llegaríamos tarde a cualquier fiesta, pero que eso no me coartaría para celebrar por todo lo alto cualquier pequeño avance de la nena, que bastante trabajo le costaba a la pobre llevarlo a cabo.

Pero claro, no contaba yo con las madres de los niños prodigio, que son casi peor que sus engendros y que en grupo, junto a otras madres ‘avanzadas’, presumen de su descendencia hasta límites insospechados y tirando de inventiva si es preciso, dando lugar a duelos sin piedad y a tensas conversaciones surrealistas.

- ¿Que tu niño de dos años come solo? El suyo, de uno y medio ya usa los palillos chinos con la soltura del maestro Miyagi.

- ¿Que tu niño cuenta hasta diez? El suyo se sabe la tabla de multiplicar y la lista de números primos.

- ¿Que tu niño baila el ‘Ai seu te pego’? El suyo, vals vienés.

- ¿Qué tu niño recoge sus juguetes? El suyo le hace la colada. Separando colores.

Y así hasta el infinito. Qué estrés.

Así que al verlas agradezco que la pelirroja no sea la primera de la clase y que, incluso, en la guardería haya suspendido algo así como ‘el conocimiento del círculo en el entorno’–sí, sí, en la guardería hay notas-, porque con la mala cabeza que tengo desde que soy madre y las pocas neuronas que sobreviven a mi día a día, a ver cómo iba yo a poder salir airosa de semejante duelo maternal con esa pandilla de madres profesionales.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Cómo sobreviví al parto. Parte II


“Campeona, la niña está perfecta”. Ésas fueron las primeras palabras que yo, borracha aún por la anestesia y con la falta de dignidad que te da el saber que estás desnuda bajo unas sábanas de horribles logotipos azules, portando un gorro verde –bajo el que se esconde una enmarañadísima coleta- y con unas terribles pantuflas de anciana en los pies, escuché medio muerta desde mi camilla, eso sí, feliz de que todo hubiera terminado.

Pero, ilusa de mí, aquello no había hecho más que empezar. Con las náuseas de la anestesia en el cogote y la vista nublada por el chute de medicación variada que ya me corría por las venas, me subieron -como a la tía Cena de Caballo Viejo- a mi habitación, que en mi ausencia se había convertido en una réplica de la boda de Lolita, donde se agolpaban familia, amigos y conocidos con globos, bombones, peluches, flores y muchos otros presentes que no dejaban ver ni el suelo ni el techo de la habitación, mientras yo, más mala que un perro, recibía las felicitaciones arcada va y arcada viene, hasta que acabé vomitando a partes iguales sobre una caja roja de bombones Nestlé y sobre el brazo derecho de mi hermana, que poco antes de que terminara mi reclusión hospitalaria ya había pillado la Gripe A.

La pelirroja parecía una pequeña campesina rusa de cuatro kilos, la mayoría concentrado en los mofletes, que no ponía pegas en que se la pasaran de mano en mano el medio centenar de visitantes que registrábamos a diario. Los mismos que tenían el dudoso placer de verme con la lozanía de un espectro, pintada desde las siete de la mañana como Kimera, la madre de Melody -la de los gorilas no, la otra- para fingir que no estaba a punto de entrar en coma, y con un pelucón digno de una Amy Winehouse resacosa, porque aquella coleta que me hicieron en quirófano bajo el abominable gorro verde, había ido degenerando en una serie infinita de cardados y nudos indómitos que se reproducían a diario sin que nadie se atreviera a meterles mano.

Y es que no podía ni peinarme porque aquellos pinchazos infructuosos en la espalda me habían provocado una fuga de líquido encefalorraquídeo la mar de bueno, que durante algo más de un mes me provocó mareos infinitos, pérdida de equilibro y la extraña sensación de soportar una cabeza de más de dos toneladas de peso. 

Así que me tuvieron una semana castigada en el hospital, postrada en la cama articulada como Ramón Sampedro, atendiendo visitas como el Padrino, sin pegar ojo ni de día ni de noche a causa de las altas dosis de cafeína que conllevaba el tratamiento y que me convertían en un Neng pero alterado, con la barriga ‘afaletada’ sellada por ocho punzantes grapas y compartiendo este pequeño infierno con el pobre pater de la criatura, paciente y agotado, con tan o más mala cara que la mía y que, como una servidora, había envejecido cinco años de golpe con la recién estrenada paternidad.

Y al final, tras siete días de internamiento, el ginecólogo, temeroso de tener que acabar cogiendo la baja por estrés, decidió darme el alta y mandarme a casa con mis interminables visitas y mi pelirroja chillona, con mi cabeza de dos toneladas y mi gigantobola de pelo –de la que finalmente me liberó mi cuñada poco antes de que acabara tomando vida propia-, con mis flamantes andares a lo Chiquito de la Calzada –que me acompañaron durante algo más de un mes- y con mi nueva hipocondría maternal, que por entonces se encontraba en pleno proceso de incubación y de cuya evolución pueden dar fe todos los pediatras de la ciudad que visitamos en cadena -a causa de miedos maternales variados- durante los primeros meses de vida de la pelirroja. Pero ésa ya es otra historia. Otra historia para no dormir...

martes, 13 de marzo de 2012

Cómo sobreviví al parto. Parte I


Lo único bueno que tiene el embarazo es que al final de diez meses de tormento –que no nueve, que no os engañen-, te dan un bebé para que te lo lleves a casa. Un hecho que tampoco es que sea la panacea, sobre todo, porque cuando te lo dan acabas de pasar por uno de los trances más terroríficos y dolorosos de la vida –que tampoco os engañen en esto, el parto sin dolor no existe- y estás cosida y recosida por arriba o por abajo, agotada y dolorida y con ganas de hacerte la muerta hasta el fin de tus días… pero no puedes porque te acaban de endiñar a un bebé pequeño, precioso y regordete al que adoras, yo no digo que no, pero al que aún no tienes claro cómo mantener con vida en cuanto tu madre y tu suegra salgan de la habitación.

Yo, como siempre he sido una cobarde, rogué a mi ginecólogo una cesárea programada que él tuvo a bien concederme dado el generoso tamaño de la cabeza de la pelirroja. Pero en el último momento y ante las amenazas de mi madre a la puerta del quirófano con cara de desquiciada, decidí –oh! craso error- que me provocaran el parto por si por alguna extraña casualidad del destino mi pelvis se abría cual mar rojo y de allí podía salir la niña, su gigantocabeza y hasta una banda de cornetas y tambores. Pero no. La oxitocina sólo consiguió sacarme unas pocas contracciones, que según el matrón eran una ruina y dado que aquello empezó a ponerse feo –feísimo- con desgarradores tactos que empezaban en las partes nobles –unas partes nobles sin dilatar, gracias- y terminaban en las amígdalas, decidí vender mi alma al diablo y pedir que me rajaran por donde quisieran pero con anestesia, mucha anestesia.

Y así fue. Sin embargo, el problema vino cuando el pequeño anestesista –de trescientos años, cejas gigantes y metro y medio de altura- tuvo a bien pinchar en el lugar equivocado de mi espalda no una sino dos veces y, como todo el equipo médico que tenía de público entendía que aquella farsa no me hacía efecto alguno, se decidió que habría que ponerme anestesia general.

Yo, que en ese momento sólo tenía ojos para una gasa empadada en agua, que lamía con la ansiedad de un beduino en un oasis –porque eso es otra, además de soportar dolores infernales, durante el parto te dejan secar como a un cardo-, me daba igual lo que hicieran conmigo y, en cierta manera, aquélla era una fantástica oportunidad para terminar con aquel trance infernal y despertarme ya con la nena, en una fabulosa habitación inundada en bombones y flores y con unas maravillosas vistas a la Catedral.

Así que me tumbaron y me ataron y para acabar con cualquier atisbo de dignidad me colocaron un terrible gorro verde. ‘Dime cuándo empiezas a tener sueño”, me dijo el pequeño anestesista de cejas infinitas. “Creo que ahora…”, le dije. Y me dormí.

lunes, 12 de marzo de 2012

Tonto el último


Nunca me ha gustado ir a hacer la compra, de hecho, lo detesto. Detesto hacer cola en los supermercados y tener que escuchar las conversaciones de la clientela sobre si aquello está más o menos barato que lo otro, sobre si al puchero se le echa o no hueso blanco –no entiendo nada, ¿acaso hay de otros colores?- o sobre si Belén Esteban está mejor o peor después de haberse operado, todo mientras trato de que no se me caigan los brazos –o se me estiren doce centímetros en plan Inspector Gadget-, en los que tengo encajados todo tipo de productos que no venía a comprar –los que venía a comprar seguramente no los lleve- y, al mismo tiempo, evito que se me cuele alguna señora de pelo cardado que siempre acecha desde el pasillo de los congelados.

Sin embargo, desde que soy madre y malvivo en una jaula de grillos, sin un minuto de silencio ni de relax, donde todo es Canal Disney, pañales por cambiar, muñecos ahogados en el wc, incombustibles ososperros cantarines y torpes piruetas con descalabros incluidos sofá abajo, ir a hacer la compra –sola, por supuesto- se ha convertido en un oscuro objeto de deseo, en una maniobra justificada y eficaz para escapar del tormento de gritos infantiles y de lanzamiento de piezas de Megabloc.

El problema está en que el pater de la criatura –consciente de la tienda de los horrores que tenemos montada en casa- también ha redefinido su relación con las que antaño fueran las tareas más fastidiosas de la lista y ahora nos matamos vivos para ver quién baja a tirar la basura –a las diez de la noche y con frío polar-, a arreglar papeleo a Hacienda – en pleno cierre de trimestre- al chino –a por un paquete de azúcar que no necesitamos- o a pagar recibos al banco –en día de ingreso de pensiones-… Pero eso sí, lo hacemos fingiendo, siempre fingiendo que lo hacemos para liberar al otro, para descargarlo de tan molesta tarea y dejarlo tranquilito y a buen recaudo en el cálido hogar familiar…

Las batallas son duras y las argucias empleadas, ingeniosas, pero sólo puede haber un ganador y generalmente es una servidora, que se ha hecho una experta en crear necesidades irreales y defenderlas hasta la muerte porque ¿quién puede vivir un sábado por la tarde sin un puñado de puerros o sin un tarro de pimientos del piquillo en la despensa? Es inhumano. Una atrocidad. Así, que me ofrezco voluntaria para solventar el contratiempo y salgo de la casa, victoriosa, y veo a lo lejos la fachada del súper como quien ve a la Virgen de Lourdes y mientras hago cola en el supermercado, puedo relajarme y hasta pensar… Pensar en los viajes que voy a hacer, en toda la ropa que me voy a comprar, en lo morena que me voy a poner este verano e, incluso, en la nariz de Belén Esteban…

viernes, 9 de marzo de 2012

Cumpleaños infantiles y otros martirios


Los cumpleaños infantiles son un suplicio y quien los padece, lo sabe. Niños asalvajados reunidos por grupos –para acrecentar su poder como las hienas- y excitados por sobredosis de azúcar en vena, gracias a cantidades ingentes de chucherías, galletas y refrescos de naranja, sin gas ni sabor, pero con un alto porcentaje de estupefacientes legales que los convierten en fieras indómitas, de pelo sudado, jadeos mocosos e hiperactividad incontrolable que los lleva de la piscina de bolas al castillo hinchable como almas que lleva el diablo.

Para los padres que ejercen de acompañantes de sus hijos, ir a este tipo de cumpleaños es un infierno que sólo puede soportarse si se comparte con otros padres sufridores, que se sientan a tu lado con una cerveza –que siempre corren de estraperlo en este tipo de eventos- y, frente a la eterna bandeja de sándwiches de paté -ya tiesos por las esquinas-, narran su terrorífico día a día desde que entraron en la paternidad y comparten contigo sus aspiraciones de supervivencia, mientras sus hijos maltratan a los invitados más pequeños a bolazo limpio o a empujones a lo Pressing Catch y, a su vez, se dejan maltratar por los mayores como parte de un tradicional bucle sin fin, que tiene su momento álgido de violencia a la temida hora de la piñata, donde el drama está asegurado.

Normalmente se tarda una eternidad en que saquen la tarta porque siempre falta alguien que llega tarde y sin el que, al parecer, es imposible cantar el cumpleaños feliz a voz en grito o en versión Parchís, así que cuando la sacan y apagan la luz y empieza el chillerío –sobre el que siempre destaca una voz que cree que canta bien- y los más pequeños –la mía siempre- se arrancan a llorar cual posesos, es un momento agridulce porque es probablemente la parte más dura y concurrida del evento, pero también la última y, además, hay tarta para celebrarlo.

Sin embargo, hay algo peor que asistir de invitado a un cumpleaños infantil y es ser el anfitrión. Listas y más listas que llevan a compras y más compras; cuadre de fechas con familia, amigos y otros cumpleañeros cercanos; negociaciones y regateos con el dueño del local a alquilar; decoración festiva, con platos de cartón ladeados e inflamiento de globos hasta la extenuación y sobre todo, la inevitable y agotadora tarea de preparar miles de sandwiches y medias noches, que nadie se come, pero que hay que hacer. Y te vuelves loca untando mantequilla, mahonesa, paté y sobrasada y cortando paquetes y paquetes de pan de molde sin corteza y colocando lonchas de todo lo que haya en la charcutería y creando montañas y montañas de bocadillos que te dejan el brazo como el de Popeye, la cara desencajada y un olor a salchichón en las manos que ya no se te va en la vida. Pero aún te queda tiempo de vestir a la cumpleañera como si fuera una niña bien con su vestido pijo y sus moños -que tardará 3,5 segundos en arrancarse, pero que le quedan tan monos...- y a comer algo –porque en la fiesta entre saludos, regalos y charla no te dejan ni probar bocado- y a ducharte, hacerte la plancha, maquillarte y hasta a ponerte guapa para disfrutar de una tortuosa tarde en compañía de los amigos y de la familia y, cómo no, de niños, de muchos niños, de demasiados niños…

jueves, 8 de marzo de 2012

Como mamá


Que tu hija quiera ser como tú es un motivo de orgullo, aunque tu ‘yo’ de ahora poco tenga que ver con el de antes o con cualquier ‘yo’ medianamente decente y de recomendable seguimiento, lo que imagino que no tiene mucha importancia cuando tu admiradora se dedica a rebuscar chicles usados en la basura, no supera el metro de altura y aún no sabe pronunciar Carolina Herrera, por mucho que mi amiga Lorena se empeñe en enseñarla.

Pero de cualquier manera, ser admirada por tu prole es algo bonito, sobre todo, en mi caso, cuando la nena se declara habitualmente fan incondicional del pater, y el pater de la nena y crean un club secreto, un dúo de inseparables a lo Pili y Mili, mientras yo los miro, mitad envidiosa y mitad aliviada desde el sofá, en mis cinco minutos de contradictoria reconciliación con el mundo.

Así que cuando la pelirroja decide emularme y finge ser yo, con mis zapatos –que nunca son de tacón, pobre-, mis collares de bisutería y mis bolsos –los caros, los baratos no los quiere ni en pintura- y me pide que la pinte y la ponga guapa, me emociono.

Y entonces todo es encandilamiento maternofilial, rabillos en los ojos y lunares de flamenca. Y nos pintamos las uñas del color de la temporada y nos peinamos mutuamente –ésta es, sin duda, la peor parte- y nos ponemos horquillas de colores y gomillas con osos de purpurina pegados y lazos de raso deshilachados a modo de tocados imposibles.

Pero como en las películas de terror, la cosa empieza a torcerse después de los primeros quince minutos, cuando la señorita empieza a hiperactivarse refregando la pintura de sus uñas sin secar por el sofá de piel, arrancándose los lazos y algún que otro tirabuzón, arrastrando mis abalorios por el suelo, achatando las puntas de mis zapatos contra las paredes y comiéndose mi antiojeras a lametones.

Y es entonces cuando el juego de la imitación deja de parecerme divertido y empiezo a temer por mis complementos porque a veces se me olvida que la nena aún no sabe lo que es un ‘must have’ y, entonces, añoro, ya sin un atisbo de celos -¿estamos locos?- a los Pili y Mili y a su club hermético y liberador. Pero justo en ese momento, la pelirroja se me aparece con su habitual mirada de loca –de loca mal maquillada lo que, sin duda, es mucho más aterrador- y portando mi último número de Vogue en la mano, me dice que se lo lea, que le ‘uta mussho el cuento de mamá’. Y es entonces cuando vuelvo a emocionarme… aunque no tanto como cuando señala la foto de Irina Shayk y exclama ¡mamá!... Y es que mi niña no sabrá lo que es una ‘it girl’, ni verá tres en un burro, pero querer, quiere a su madre. ¡Irina Shayk! Digo si la quiere…

miércoles, 7 de marzo de 2012

Miedo, tengo miedo


Entre los muchos sentimientos atropellados que le asaltan a una cuando se convierte en una abnegada y extenuada madre primeriza destaca, junto al estrés nervioso y a la locura transitoria por falta de sueño –o perenne como en mi caso-, la desestabilizadora sensación de miedo constante, que pasa a convertirse en una fiel compañera de viaje en esta ya de por sí agotadora tarea de la crianza.

Por un lado, están los miedos lógicos que tanto los padres como los no-padres pueden entender y que pasan por las mil neuras que tiene toda madre a que su retoño enferme de algo grave, a que se pierda y nunca logre dar con él, a que se lo secuestre algún depravado o a que le ocurra algo todavía peor, un miedo que se acrecenta con los informativos de mediodía y las películas infumables y devastadoras de Antena 3.

Esos temores van con el cargo y son tan inherentes a él como la incipiente chepa postural o los lapsus mentales -que te colocan al borde del accidente doméstico día sí y día también- y que son tan lógicos y comprensibles que poco hay que decir sobre ellos.

Pero existe otro tipo de miedo mucho menos importante a nivel global, por supuesto, pero que también acaba sumando unas pocas psicosis rutinarias en tu haber y que te ensombrece, más si cabe, esta nueva y agotadora etapa vital. Y no es otro que el pavor constante a que tu ya de por sí estresante día vaya a peor, algo que en cuestiones de crianza siempre es posible, aunque parezca que ya has tocado techo o fondo, según se mire.

Como cuando decides pasarle un huevo en el potito y cruzas los dedos para que la nena no se dé cuenta y no te lo escupa sobre el sofá o sobre la maltratada gigantocabeza de Tarta de Fresa y ya diga que no come más hasta que se le olvide el ultraje; cuando le echas la medicina en el biberón y adviertes su mirada de sospecha al primer sorbo; cuando la duermes y nada más cerrar la puerta de la habitación escuchas lo que parecen sus pasos tras de ti; cuando la llevas a la guarde por un nuevo camino –para evitar violencias matutinas- y se gira y localiza la mochila de Princesas bajo el carrito; cuando en mitad de la noche, se te cae el móvil de la mesita y aguantando la respiración lo recoges y al levantarte te topas con sus ojos abiertos de par en par –a lo Damien de la Profecía-, o cuando viajas en coche y mientras canturreas, entregada, los grandes éxitos de la Cadena Dial, escuchas lo que te parece una arcada infantil sin retorno... son sólo algunos de los ejemplos de lo que he venido a denominar Síndrome de la Madre Amedrentada, y que certifican que por muy espantoso que pueda parecer un día maternal siempre, siempre, siempre, puede ir a peor –a mucho peor- porque en cuestiones maternales la Ley de Murphy es un dogma. Un dogma vil y perverso, pero un dogma.

martes, 6 de marzo de 2012

Infelices sueños


Parece ser habitual que muchas mujeres se inicien en el tormento de las noches en blanco ya desde la etapa final del embarazo, lo que imagino que viene a ser una terapia de preparación ante lo que está por venir, vamos, una especie de trailer con el que te puedes ir haciendo a la idea de lo que te espera.

Yo, por suerte -porque todo el sueño acumulado es poco para enfrentarte a los trabajos forzados de la maternidad- no padecí de insomnio durante la gestación ni la gigantobarriga me impedía dormir casi como una persona normal. Así que mis primeros contactos con las malas noches se iniciaron el mismo día en el que la pelirroja vino al mundo y me encontró, con la barriga abierta y la cara desencajada en una concurrida habitación de Gálvez –un episodio en el que profundizaremos otro día-.  

Durante los primeros meses, una no duerme a causa de tener que levantarse para darle el biberón al retoño a cada ciertas horas y, además, vigilar que no deje de respirar –que es una cosa muy de madres primerizas-, asomando la cabeza en la minicuna y poniéndole el dedo bajo la nariz o, en los casos de locura materna más avanzados –que por supuesto yo padecí- traqueteándolos para comprobar que siguen vivos con su consecuente despertar y llanto nocturno. Para ser justos, he de confesar que el pater de la criatura compartía todas las tareas –menos la del zarandeo, que de hecho, nunca acabó de comprender-, así que nos turnábamos en los despertares y en la tortura de dormir por horas con intervalos para calentar biberones, cambiar pañales y canturrear nanas entre cabezadas y flaqueos de rodillas.

Lo cierto es que hemos sido unos padres con suerte porque la pelirroja salió dormilona y a los 20 días de vida ya aguantaba del tirón hasta las 8 de la mañana, pero claro, dormía ella y el pater, pero yo aún tenía pendiente la tarea de comprobación de supervivencia que se prolongó hasta casi el año de vida, cuando ya tenía nuevas neuras a las que atender.

Y es cuando tienes hijos, las malas noches van implícitas porque aunque la criatura duerma como un lirón y no haya biberones, miedos ni mocos de por medio, siempre dormirás en posición de salida por si acaso hay que salir corriendo al hospital o buscar un chupete en la oscuridad. Toda preparación es poca.

Parte de la culpa de las noches de fiesta y algarabía que padecemos la tiene una servidora, madre imperfecta e iluminada, porque al cambiar a la nena de la cuna a la cama, convencí al amantísimo pater de la criatura –que estaba tan lampón como yo con la nefasta idea- de que era mucho mejor dejar la camita en nuestro cuarto y así tenerla cerquita para nuestra comodidad, para su tranquilidad y para el disgusto del doctor Estivill.

Y así estamos, hacinados en una sola habitación como las familias en la posguerra, compartiendo virus, ronquidos e insomnio y, lo que es peor, empujones, patadas y cabezazos porque la nena no tiene bastante con dormir en el mismo cuarto sino que en mitad de la noche -y con premeditación y alevosía- salta a nuestra cama dejando caer sus 17 kilazos sobre mis contracturas musculares y se hace un hueco a base de violencia callejera. Y así pasamos la noche, el trío lalalá, juntitos y revueltos, con la nena ocupando toda la cama y el pater y yo esquinados, con los lumbares reventados a base de agresiones nocturnas que, por buscarle un punto positivo, al menos me evitan tener que zarandearla para comprobar que sigue viva... y pateando.

lunes, 5 de marzo de 2012

La incontinencia verbal


La mayoría de los padres se muestran emocionados cuando sus hijos comienzan a hablar, sobre todo, porque lo único que pronuncian son cuatro palabras dulcemente balbuceadas que no enturbian la paz acústica del hogar que, por esas edades, sólo quebrantan las llantinas y alguna que otra queja materna.

Así, la única preocupación al respecto consiste en ir por ahí mostrando las nuevas habilidades del nene y obligándole, cual monillo de feria, a repetir lo poco que sabe, sin descanso, ante las felicitaciones de un público entregado.

Sin embargo, la cosa deja de ser tan emotiva cuando el niño comienza a coger vocabulario y ya no hay quien lo calle. Ni de día, ni de noche ni de madrugada. Ni jugando, ni viendo la tele, ni comiendo, ni en la calle, ni en casa, ni en el banco, ni en la consulta del pediatra. Nunca. Jamás. Y ya todo son oraciones y algunas hasta con subordinadas, eso sí, con el orden del revés y algunos vocablos a lo Nell que nadie podría descifrar, pero oraciones al fin y al cabo. Oraciones que enganchan con otras oraciones y otras, y otras más, hasta que a la madre empieza a caérsele el pelo a manojos y recuerda –con cariño y nostalgia- aquellos tiempos en los que el ‘ajo’ era lo único que salía por esa minúscula y ahora gritona boca.

Porque eso es otra, el nivel de decibelios que logran alcanzar en sus maratones dialécticos sobrepasan la barrera del sonido sin esfuerzo alguno, lo que provoca, no sólo un pitido constante en los oídos de la madre –un pitido que ya la acompañará hasta el final de sus días o hasta que Dios oiga sus plegarias para quedarse sorda-, sino también la mirada de desaprobación de los transeúntes –generalmente no-padres- con los que se cruzan a diario.

Al principio, yo empleaba todas mis fuerzas –que no son muchas, para qué nos vamos a engañar- en hacer que la pelirroja pareciera una niña bien y no lanzara alaridos a destajo, al menos, no en sitios públicos y me debatía entre llamadas de atención, amenazas variopintas, maniobras de distracción -con ridículo maternal incluido- y sobornos en forma de chuches o chupete, sin duda, el silenciador más eficaz.

Sin embargo, a medida que pasa el tiempo y que mis reservas de energía van decayendo, he de reconocer que tengo este asunto algo más descuidado y, en ocasiones, paseamos por la plaza de la Constitución envueltos en el griterío propio de sus extrañas historias, que habitualmente mezclan –como en un mal sueño y en una sola oración- a Bob Esponja y a Tarta de Fresa con la negativa a ir al cole y con lo mucho que quiere al abuelo, todo a voz en grito y ante la mirada estupefacta de otros paseantes.

En otro tiempo, me hubiera sonrojado y deshecho en maquinar estrategias para frenar la verborrea chillona de la pelirroja y así salvar nuestro honor de familia bien, pero ahora, que apenas tengo fuerzas para mantenerme en pie, me regocijo secretamente de compartir con mis conciudadanos el tormento de criar a una niña con incontinencia verbal –como todos a los dos años y poco, imagino- y que de esa manera, no sólo entiendan la mala vida que soporto sino que, además, admiren el hecho de que no me hayan ingresado sine die en una clínica de salud mental… Aún.

viernes, 2 de marzo de 2012

Niños feos


Hay niños que son feos. Dicho así parece una obviedad porque quien más o quien menos ha visto niños feos alguna vez, en el médico, en la escuela, en el parque o en el carrito de una amiga, pero claro, pocos se atreven a reconocerlo en público y a terceros, generalmente por pura compasión hacia la madre agotada del presunto engendro, que, aunque no nos oiga,  bastante tiene con lo suyo o porque el chiquitín, aunque feo, es simpático o cariñoso o, simplemente, porque una parece una mala persona si lo comenta y nadie quiere parecer una mala persona. Casi nunca.

Personalmente, me he topado en mi vida con cientos de niños feos, como todos. Con los desconocidos no hay problemas -como diría mi abuela, de todo ha de ver en la viña del Señor-, lo complicado viene cuando el feo es el hijo de un compañero de trabajo, de una amiga o de tu prima la del pueblo y vas a conocerlo  y la madre o el padre o la abuela de la criatura te mira, expectante, para ver tu reacción al asomarte a la cuna.

Hace algún tiempo, decidí que no mentiría al respecto aunque, claro, tampoco diría toda la verdad -tampoco es cuestión de deprimir a nadie-, así que ahora me decanto por el ‘qué grande’, el ‘qué gracioso’ o el ‘qué despierto se le ve’, un atajo para evitar terrenos pantanosos y tensiones variadas… Y si el bebé es bonito, pues una respira aliviada porque la situación se relaja y  ya pueden entrar en la conversación cuestiones como la forma de los ojos o la de los parecidos razonables, sin meteduras de pata ni miedos a herir la sensibilidad de la familia que, probablemente e incluso en el peor de los casos, ve al retoño más hermoso que un querubín.

Y es que precisamente es ahí donde reside el problema porque aunque todos los padres saben que existen niños feos en el mundo, ninguno cree tenerlos en casa. Vamos, que eso es cosa de los hijos de los demás, que los de uno son para llevar a hacer fotos de revista o protagonizar películas Disney.

Entiendo que el amor maternal pueda obnubilar un poco porque ya entran en juego otras emociones que nublan la objetividad, pero de ahí a que haya madres que, entregadas, te enseñen las fotos –oh! malditos móviles con cámara- de sus hijos de ojos saltones, narices imposibles, cejas corridas, palidez azulona o cabezas desproporcionadas y –mientras tú tratas de esconderte, de que te trague la tierra  o de que te atropelle un autobús para evitar pronunciarte- te sueltan el “no es porque sea mío, pero es que es una preciosidad”, van, como poco, medio millón de neuronas muertas o quince dioptrías sin tratar.

Desde que soy consciente de la existencia de este aluvión de padres enfervorizados que ven en sus callunos hijos la reencarnación de Adonis en potencia, estoy empezando a mirar a la pelirroja con otros ojos, unos ojos de sospecha, porque, a ver, mi niña tiene unos tirabuzones rojos a lo Shirley Temple que quitan el hipo –y las ganas de vivir cuando hay que peinarla- unos grandes ojos verdes de pestañas infinitas y una minúscula y coqueta nariz en medio de su perfectamente redonda cara de muñequita antigua… pero ¿quién me dice a mí que lo que yo veo es lo mismo que ven los demás?

Puedo decir a mi favor que no soy de las que van enseñando fotos de la nena por ahí y que los vídeos que llevo en el móvil son sólo para demostrar la mala vida que me da, así que si finalmente resulta que soy otra madre confundida –madre mía, qué vergüenza- al menos, no colocaré a nadie al borde del colapso nervioso haciéndole inventar argucias e improvisar adjetivos con los que salir airoso del berenjenal en el que tantas otras veces me he visto inmersa. 

jueves, 1 de marzo de 2012

La cara amable de la maternidad


La maternidad tiene muchas cosas buenas, muchísimas, demasiadas, probablemente para que al final te acabe compensando -de muy largo- la mala vida a la que te somete y te plantees, incluso, repetir la jugada. Que aquí hablemos de la letra pequeña del contrato no quiere decir que el contrato no merezca la pena e incluso que no sea un contrato más que rentable, pero hablar de los balbuceos de los recién nacidos, del mágico tacto de la piel recién estrenada o de las maravillosas sensaciones que despiertan los besos impregnados en babas –quién lo diría- me parece tan obvio, un secreto tan proclamado, que no esconde ningún misterio, entre otras cosas, gracias a los anuncios de Nenuco y a las madres entregadas que sólo hablan de la cara A del disco, camuflando las ojeras con kilos de maquillaje.

Sin embargo, dado que cada vez son más las no-madres que incluyen a este blog en la lista de los anticonceptivos más fiables, me veo en la obligación de dedicar la entrada de hoy a las cosas que hacen que este trabajo de la maternidad sin horarios ni descansos y no remunerado sea uno de los más rentables y maravillosos que existen.

Los bebés son suaves y blanditos y lo tienen todo tan pequeñito y tan bien hecho que sólo por eso habría que quererles. Prácticamente desde que nacen te reconocen y cuando los coges se acoplan a ti a la perfección, mejor que con nadie porque saben que eres su mamá y hasta parece que sonríen de gusto y eso te hace sentir en el cielo. Yo, que me considero una madre imperfecta, con bastante poco instinto de fábrica, no entiendo a las que no cogen a sus bebés “para que no se acostumbren”, dicen… qué penita. De ambos.

Saber que eres una de sus dos personas favoritas y en las que más confía es una sensación maravillosa y cuidar de él, bañarlo, echarle la cremita o jugar en la cama son placeres inexplicables… y la cosa va mejorando día a día porque empiezas a disfrutar de cada uno de sus avances como si fueran medallas olímpicas y como si se tratara del único que lo ha conseguido y su mirada de emoción y victoria te obliga a comértelo a besos.

Personalmente, recuerdo todos y cada uno de los grandes momentos de la pelirroja y no puedo evitar sonreír cuando los rememoro, ni siquiera ahora, para escribirlos.

Su primera y espurreada papilla -con una cara a medio camino entre el éxtasis y el horror-; sus primeras palabras con las que probablemente no quiso decir nada, pero que me arrancaron aplausos; sus torpes y emocionantes primeros pasos -con las piernas arqueadas y mucho miedo en el cuerpo-; su primer baño en la playa a carcajada limpia; sus segundos Reyes –cuando ya era víctima emocionada del consumismo-; su cara de sorpresa en el primer día de lluvia; su primer día de guardería, con su minúscula mochila y su miedo al abandono; sus primeras ensordecedoras canciones –que costaba la vida adivinar-; sus escondites tras las cortinas –haciendo bulto y con los pies por fuera- para darme una sorpresa con abrazo incluido, y su primer “te iero mussho, mamá” que te quita el sentido de la orientación… y ya pueden dejarte sin dormir tres años, que eres la persona más feliz de la tierra.

Pero lo mejor de la maternidad son todas las aventuras que te esperan, todo lo nuevo que está por venir y que hace que cada día tengas una razón extra para levantarte con alegría y curiosidad (también con ojeras y cansancio, no nos engañemos). Su primer examen, su primera excursión a la granja escuela, su primer viaje, su primera pandilla, su primer novio y hasta su primer desengaño, si me apuran, son algunos de los momentos que espero con mucha ilusión y que no pienso perderme por nada del mundo. Aunque quejándome, eso sí, que es marca de la casa.