El viernes noche, aprovechando mi cansancio extremo y mi
falta de lucidez nocturna, mis amigas me engatusaron para ir a la mañana
siguiente al Parque de La
Paloma, que es un gigantoparque de Benalmádena lleno de
bichos variados y muchos columpios, del que guardaba un desagradable recuerdo y
la promesa de no volver, pero, claro, una que es débil y que por las noches no
distingue el mando de la tele del sándwich de atún pues cae en la trampa y en
el fragor del whatssap me entregué a la idea de un día de chicas y niños sin
maridos ni sentido común.
El pater, que estaba frito por quitarnos de en medio, apoyó
la moción desde el primer momento asegurando que era una fantástica idea y de
que lo íbamos a pasar en grande. Y claro, una que cree que en el mundo hay gente
de buena fe, pues le creyó y acordó hora y punto de encuentro como si aquella
fuera una quedada de fiesta destroyer… hasta la mañana siguiente, cuando con la
sabiduría y la recomposición que le dan a una 8 horitas de sueño, descubrí que
aquella era una terrible encerrona directa a un sábado infernal.
El trayecto no pudo ser más terrible y no porque mi hermana
no esté ducha en la conducción, que lo está –su problema es la orientación o
mejor dicho la nula orientación- sino porque los primísimos entraron en bucle de
matar o morir en duelo constante por los doscientos paquetes de gusanitos que
habíamos comprado para los patos y las pajitas de picapica que compré en un
momento de bloqueo mental y que a pique estuvieron de dejarme tuerta en un par
de ocasiones.
Pero no sé si afortunada o desafortunadamente, la lucha
terminó a mitad de camino gracias a que la pelirroja empezó a poner caras
rarunas y a hacer extraños sonidos que anunciaban la llegada de la gran
vomitona. Otra vez. Así que mientras le sacaba la cabeza por la ventana en plan
perro de Los Ángeles para que le diera el aire y para que la primera arcada se
la llevara cualquier motorista que pasara por allí, logré con la destreza de un
ninja vaciar la bolsa del Corte Inglés en la que traía dos mudas –por si un
avestruz nos tiraba al estanque de los patos- y colocársela bajo la barbilla al
momento justo de la primera miniarcada de vómito… Y antes de que pudiera
entonar el terrorífico sonido gutural que precede a la segunda y siempre la más
grande de las arcadas, mi hermana anunció que habíamos llegado, frenó y ya no
hubo más interés pelirrojil en la vomitona, resurgiendo de sus cenizas como la
histérica que siempre ha sido.
Y en el parque nos esperaba nuestra amiga Isa con sus niños
y una banda de gallinas asesinas y gallos homosexuales y de mal carácter que nos
miraban con desprecio y hacían ascos a nuestros gusanitos para tristeza de la
prole, que se entregó rápidamente al estanque de los patos que sí que recibían
con agrado los gusanitos previamente espachurrados y/o chupados. Pero de
pronto, como en una película de terror y ante un puñado de gusanitos que lanzó
la pelirroja, aparecieron como dos millones de gaviotas terroríficas que
empezaron a graznar –o lo que quiera que hagan las gaviotas- como locas, a
picarle en la cabeza a los patos que huyeron aterrorizados y a subirse en los
arbustos levantando las alas y amenazándonos vilmente, lo que sirvió para dar
por finalizada la visita al estanque antes de jugarnos la integridad física y
los globos oculares.
Y luego, perseguimos conejos que en realidad eran gatos y
gatos que en realidad eran conejos y les dimos zanahorias y gusanitos rojos
–para confundirles, por maldad básicamente- y nos cruzamos con una gigantojaula
de cabras montesas deprimidas y otra de avestruces despeinados y de mirada
desquiciada que estuvieron a punto de arrancarme un dedo y que no me quitaron el
ojo –amarillo- de encima como echándome una maldición aviar de mala fe.
Y de ahí fuimos a los columpios nivel escalador profesional
colegiado, a ver a la prole coquetear con la muerte en cada puente, escalera de
dos metros, rocódromo y, a su vez con el contagio de la malaria en un estanque
de arena convertida en barro pestoso.
Y así, entre una cosa y otra, echamos el día que pasó por
una comida en el Mc Donalds con acrobacias pelirrojiles en los taburetes y
leñazo en la frente, duelo de patatas y gritos demandables, lo que nos hizo
sentar a los niños en otra mesa diferente a la nuestra para poder fingir que
veníamos solas y que a ésos no los conocíamos de nada. Dios nos libre.
Y llenos de mierda, ketchup y otras sustancias
indeterminadas nos fuimos a casa en otro trayecto infernal, durante el cual la
pelirroja tuvo a bien hacerse un poco de caca encima –no mucho, pero lo
suficiente para morirnos de asco-, sobre todo el primísimo y la menda que la
teníamos al lado, mientras la pobre ponía el culo en pompa y trataba de bajarse
los leotardos ante nuestro estupor, con la
pretensión de que yo arreglara aquello cual madre entregada mientras yo
daba arcadas por la ventanilla.
Como la niña es una choni, tiene la secreta ilusión de hacer
pis o caca o ambas cosas en la calle desde que un día vio a una niña en plena
Semana Santa malagueña sentada en cuclillas frente a nuestro portal y desde
entonces me llora por las esquinas para que la ponga a ello. Así que cuando me
dijo que quería hacer caca allí mismo en el coche o en la carretera dudé de si
realmente la criatura no podía aguantar más o si era una estrategia de
defecadora callejera y subversiva –porque decía que en un bar no, que en la
calle- aunque he de confesar que la imagen de estar llena de mierda hasta las
cejas me dejó al borde del ictus y a punto estuve de bajarme en marcha, pero en
esas, volvimos a llegar a casa como recién salidos de una cárcel tailandesa,
pidiendo a gritos una ducha y un psiquiatra, uno de los buenos, que aquí vamos
a necesitar un trabajo fino…
PD. Lo único bueno del día fue que conocí a Lucía y a su
familia, una simpática lectora que también se aventuró a pasar el día en el
Parque de La Paloma.
¡Me hizo mucha ilusión!
PD2. Lamento el gigantotamaño del post,
pero sé que no os gusta que lo divida en dos partes, así que ahí va...
todo de una vez jajjaa