jueves, 28 de febrero de 2013

Habemus nombre


Ya os conté en su día que cuando comuniqué al mundo exterior mi decisión de ponerle Violeta a la pelirroja, hubo una especie de revolución violenta a nuestro alrededor  porque al parecer ese nombre era poco menos que una ofensa mortal ya no sólo contra el buen gusto –o sea, el suyo- sino también contra la moral, la ética y los dioses griegos del Olimpo.

Aquello me costó meses de insinuaciones, caras de espanto e intentos de que entrara en razón por las buenas o por las malas porque al parecer ponerle a la chiquilla ese nombre era como condenarla a una vida social llena de humillaciones populares, eso si osaban acercarse a la niña que con ese nombre, igual ni lo intentaban, que a mi familia le encanta el drama y más aún la coacción hacia mi persona.

Bueno, pues ahora que la niña ya tiene tres años y que todo desconocido con el que nos cruzamos me dice lo bonito que es el nombre y lo que le pega a la pelirroja, la gente empieza a recular y ahora nadie acaba de reconocer el terrible espanto que según ellos era el nombre de la niña. Ni siquiera mi madre que estuvo a punto de sufrir un infarto cuando supo que la decisión era inamovible.

Así que cuando nos dijeron que el cigoto iba a ser un nene y elegimos un nombre aparentemente muy normal, lo que menos nos podíamos esperar es que volveríamos a vernos inmersos en una cruzada para defender ‘ese nombre tan feísimo’.

Hay que decir que en un primer momento el nombre elegido iba a ser Carlos, como el pater, que es un nombre que me gusta mucho y más aún cuando visualizaba al cigoto con sus pantalones cortos de cuadros en plan Florido Pensil corriendo a mi encuentro al nombre de Carlitos, que una es muy peliculera para estas cosas.

Pero, curiosamente, al pater no le hacía mucha gracia que se llamara igual que él, presuntamente por dejarle al chiquillo un poco de identidad propia y protagonismo y de paso facilitarnos la vida diaria –que algún día os contaré las confusiones que teníamos en casa mi madre y yo cada vez que nos llamaban a alguna por teléfono y que me costó más de un disgusto- pero en realidad yo creo que es él quien no quiere perder protagonismo ahora que no va a ser el rey de la casa. Lo que yo te diga.

Así que casi mejor porque nos quedamos con el nombre B, que casi me gusta más y que también me parecía muy normal para que causara estragos en el entorno por lo que esta vez el asunto de la comunicación oficial del nombre de la precriatura sería coser y cantar.

Pues no. Al parecer hemos vuelto a rebuscar entre los nombres más horribles del mundo y hemos vuelto a rescatar un adefesio nominativo. Eso como poco. Mi madre dice que es nombre de viejo de pueblo, mi padre se echa las manos a la cabeza, mi suegra mira para otro sitio, mis tías ponen los ojos en blanco, mis cuñados dicen que es un nombre muy feo y entre los demás tenemos varias versiones, unos cinco que se declaran fan como mi hermana y unos pocos amigos y el resto que ponen mueca de asco o que se niegan a dar su veredicto, imagino que por prudencia, pero que su silencio tras la comunicación y el cambio de tema les delata.

Y luego tenemos al primo Carlitos que curiosamente y fuera de todo pronóstico está lampando porque su futuro primo se llame como él y ya me ha amenazado de todas las maneras posibles para que recapacitemos y volvamos a la primera opción, con juramentos gitanos incluidos, y es que a pesar de sus aún no 11 años tiene muy desarrollado su poder de persuasión. Pero, de momento, tampoco lo conseguirá...

Así que estamos como al principio, en lucha constante, porque a los detractores –encabezados por la mamma y el primo Carlitos- aún les queda esperanza de que reconsideremos nuestra postura y claudiquemos. Algo que no va a pasar.

Y bueno... ¿qué os parece a vosotros el nombre de Nicolás? ¿A que es una monada?

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miércoles, 27 de febrero de 2013

Quejas de una embarazada. La deprimente ropa premamá


Que la mujer está más guapa cuando está embarazada es una falacia muy grande. Como mucho, puede estar igual de guapa, que ya es decir, porque entre las anchuras propias de la gestación, la cara raruna y en ocasiones, el acné juvenil o la cojera propia de la ciática no ayudan demasiado a su atractivo, pero claro, está feo que encima de estar pasando por nueve meses de infierno gestacional además, se le diga que está hecha un callo. Sólo faltaría.

Pero si ya están -estamos- más feas por méritos propios, esto es por la propia evolución del embarazo, la cosa se complica con la moda para embarazadas y cuando digo moda estoy siendo más que generosa.

Y es que cuando una se preña no sólo tiene que decir adiós a su cintura, a las copichuelas y al lomo ibérico sino que también tiene que despedirse de ir decentemente vestida a la calle y por supuesto de tener contacto alguno con las tendencias del momento, que una es hacerse el predictor y tener que ir vestida como Betty la Fea. O peor.

Yo no tengo claro el porqué de los terribles diseños para embarazadas que hay en el mercado ni de por qué las grandes marcas textiles reducen sus modelos preñatiles a dos o tres cositas, que además poco tienen que ver con sus maravillosas colecciones para mujeres de útero libre, como por ejemplo ocurre en Zara.

Y luego están las firmas como H&M que tienen una amplia gama de ropa premamá pero que va como cinco años por detrás -y aquí vuelvo a ser generosa- sobre el resto de la colección y una se muere de pena de ver esas gigantocamisas con elásticos bajo el pecho, esos blusones de madre vieja y esas faldas estampadas de monja arrepentida.

Pero a la ilusas preñadas siempre nos queda esperanza para las tiendas especializadas en embarazadas que, por cierto, cuesta la vida encontrar y que una vez que la encuentras no puedes sino echarte a llorar al comprobar el género, que probablemente alguna vez estuvo de moda en la Ucrania de los 90. O puede que tampoco.

Las más delgadas siempre tienen la opción de buscar modelos 'normales' anchos de la L o la XL y seguir vistiendo monas incluso en la recta final del embarazo, pero claro, a las que ya tenemos una L en estado normal, el camino hacia el look demodé se nos hace mucho más corto y tenemos que pasarnos la vida ojo avizor en busca de una prenda que nos salve de las garras de la depresión textil. Y no es fácil.

Yo de momento sobrevivo gracias a un par de vestidos de H&M -monos pero que jamás hubiera comprado de tener otras opciones- unos vaqueros premamá que se me clavan en la cicatriz de la cesárea y me cortan la respiración y una falda vaquera con aires de catequista que me deprime de sólo mirarla. Y eso es todo.  Menos mal que tengo dos mil collares para aliviar el aspecto de fea de la clase de película de Antena 3 pero dado el nivel de callosidad de la ropa cada vez me los tengo que comprar más grandes y a punto estoy de dejarme las cervicales por el camino. Lo que yo te diga.

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martes, 26 de febrero de 2013

La flauta como instrumento de tortura


Como ya os he comentado alguna vez, mi madre es una abuela subversiva que no sólo no me hace ni puñetero caso como madre de la criatura sino que además, trata de hacerme la vida un poquito más complicada luchando contra mi poca voluntad y poniéndose de parte del pelirrojismo para que le deje el chupete un año más, no le quite el pañal o le compre veinte láminas de pegatinas de las Monster High para que me redecore el salón, mientras se ríe por lo bajini sabedora de su maldad y mi malvivir.

Esto venía ocurriendo desde que el mundo es mundo y la pelirroja tuvo a bien salir de mi cuerpo y respirar por sí sola, momento en el que mi madre la tomó bajo su protección y una ya se iba acostumbrando a ello e incluso en ocasiones empezaba a hacerle caso -más por agotamiento o miedo que por razonamientos lógicos, todo hay que decirlo- hasta que hace unos meses se fue de escapada con mis tías y no tuvo otra idea que traerle de regalo a la nena una flauta. ¡Una flauta!

Una flauta de la que la salen ruidos infernales que me taladran la trompa de Eustaquio y me ponen los nervios del revés, mientras los vecinos sufren en silencio los estragos de su nueva inclinación por el mundo musical.

No obstante, una que no es tonta y ama a su prole pero también a su integridad psíquica, decidió esconder la flauta al segundo día de martirio, que bastante contaminación acústica tengo ya con los gritos de la nena y los de Dora la Exploradora -que para mi desgracia, ha vuelto a ganarle la batalla a Peppa Pig- como para dejarla tontear con ese instrumento de tortura.

Bueno, pues resulta que el otro día que fuimos a casa de los abuelos, mi madre le entregó otra flauta exacta a la que yo tengo escondida, que se ve que la muy maligna, previendo mis movimientos estrategas, había comprado todo el arsenal de flautas de la tienda de aquel pueblo para tener reservas como para un año o dos.

Sobra decir que dieron igual mis protestas, que por cierto decidí cesar en cuanto me amenazó con darle el órgano con 30 melodías predeterminadas que tiene allí para que juegue, que sólo me faltaba eso para acabar ingresando en un psiquiátrico.

Así que volvimos a casa con la flauta, la nena encantada porque ahora con los malditos Little Einstein se cree Beethoven y yo maldiciendo mi suerte, loca por llegar a casa y contarle al pater nuestra mala nueva de que la flauta había resucitado. Así al menos, lloraríamos juntos y maldeciríamos la malas artes de la mamma. 

Pero no me dio tiempo porque mientras subíamos la escalera, el pater salió a nuestro encuentro y le entregó a la pelirroja un regalito que le había comprado esa misma tarde en un puesto del centro. 'Es que ella quería una' me dijo con voz temerosa al ver que yo ya tenía los ojos inyectados en sangre...  Le había comprado una trompeta.

¿Cómo no voy a estar mal de lo mío?

lunes, 25 de febrero de 2013

Madre sí hay más que una. 42.- La madre experta


La madre experta -que ha logrado la graduación Cum Laude con su tercer hijo- tiene poderes sobrenaturales y con sus miles de brazos al estilo de la diosa india Vishnu, es capaz de darle los nuggets al mayor, mientras le enchufa el biberón al segundo y mece al mediano al compás de una nana, todo sin ni siquiera pestañear, mientras tú, vuelves a echarte otro chicate de leche en el antebrazo para asegurarte por quinta vez de que el bibi de la tuya no quema.

La madre experta no ha vuelto a coincidir con el pediatra de sus hijos desde que tuvo al segundo y los virus, los gérmenes y el miedo a las enfermedades del África ecuatorial se le fueron disipando en pro de la actividad frenética de una crianza múltiple que le mantiene el tipo a raya y los nervios sanos a pesar de todo, porque la muerte por atragantamiento o los escrúpulos de usar la escobilla del wc como juguete infantil se fueron, junto al derecho a ir al baño, sola tras el último paso por paritorio.

La madre experta conoce todos los trucos para todas las situaciones posibles, básicamente porque no le quedó otra a su instinto de supervivencia tras compatibilizar tres niños berreando al unísono y matándose vivos por un clic de Playmobil sin brazos, así que tiene un baúl de disfraces para prestar, artilugios de puericultura para todos los gustos y colores tras años de acumular trastos y un saco de buenos consejos no muy políticamente correctos, pero de los que de verdad funcionan.

La madre experta fue madre primeriza con su primer retoño y cumplía con todas las normas y recomendaciones del pediatra, la madre y la suegra y la OMS, con el segundo se relajó un poco y el tercero acabó buscándose la vida como buenamente pudo en los huecos que su madre tenía entre suspiro y suspiro. Y sobrevivió tan bien o mejor que sus hermanos.

Los niños de madres expertas y múltiples están acostumbrados a compartir y a vestirse igual durante tres años a causa de la herencia de sus hermanos y suelen dar menos problemas a su madre que después de volverse loca con tanta cuarentena, tanto primer año y tanto celo infantil, acabó por acostumbrarse al malvivir y ahora, vive mejor que cualquiera. Que cualquier madre, quiero decir.

(Nivel de identificación personal con la madre experta, de momento, 1 sobre 10)

Y repetimos:
Cada lunes, un nuevo modelo de madre en ‘Madre sí hay más que una’. Entendemos que son tipos muy puristas y que más de una podéis picar de varios a la vez, pero de cualquier manera, hagamos autocrítica y encasillémonos, será divertido!! Los que no seáis madres podéis encasillar a las vuestras, a vuestras hermanas, a vuestras amigas o a vuestras mujeres… que todo sea crítiqueo y algarabía. Eso sí, que conste que desde ‘Hija no hay más que una’ no queremos juzgar a ningún prototipo de madre, o no mucho al menos, así que, por favor, que nadie se ofenda que nos va a tocar a todas… pero entretanto, a divertirse!

viernes, 22 de febrero de 2013

Quejas de una embarazada


Una vez leí un artículo donde se decía que no hay dos embarazos iguales y que una misma mujer podía haber pasado 40 semanas en el infierno con su primer hijo y, sin embargo, disfrutar de un plácido y tranquilo segundo embarazo en la gloria bendita.

Pues una que es sensible a estas cosas y siempre mira el lado bueno de las cosas, esperaba que este nuevo preñado fuera, no un camino de rosas -porque que tu cuerpo engendre un niño mientras tú vas a por el pan no puede ser una cosa ni sencilla ni físicamente agradable, para qué engañarnos- pero tampoco verme inmersa nuevamente en un mar de mareos, náuseas, barrigas descomunales y malvivir generalizado y que tendría un preñado casi de película.

Pues no. El artículo era una falacia muy mala y porque no lo encuentro, que si no le mandaba una carta a la señora redactora y volcaba sobre ella toda mi ira hormonal y mis frustraciones de embarazada, que seguro que eso me aliviaba mucho el estrés.  Porque este segundo embarazo está siendo casi peor que el primero, vamos que no voy a ser jamás una de esas mujeres que hablan de la gestación como el estado ideal de la mujer y del milagro de la vida que llevan dentro que le refleja la luz en los ojos... yo ando demasiado ocupada tratando de no echar el duodeno por la boca cada mañana. Que la cosa está muy mala.

Y es que las náuseas empezaron antes de la primera falta y cuando empezaron a aminorar, que no a desaparecer, llegaron los siempre entrañables ardores y su poquito de acidez complementaria, la mar de bien, lo que sumado a la rinitis alérgica que lleva conmigo desde que me hice el predictor, la tos de troll y la mala cara apanada y verdosa del indio gigante de Polttergeits hace que si bien este embarazo no sea igual al del pelirrojismo sea, probablemente, un poquito peor.

Aunque, para ser justa, he de reconocer que a estas alturas -23 semanas creo que llevo, pobrecito cigoto que no le hago ni caso, ni tengo calendario de Anne Geddes, ni  libro del bebé, ni agenda, ni ganas de vivir- ya estoy mucho mejor de lo mío y si no fuera por la gripe o el ébola o lo que sea que nos acecha y los dos mil kilos que me he echado encima, estaría casi bien. Hecha un callo, pero bien.

Y es que ya os comenté que no soy de ésas a las que el embarazo las otorga una luz casi celestial y una lozanía propia de los 15 años y un pelazo Pantenne para ir dando coletazos arriba y abajo... yo  más bien al contrario. La cara me ha crecido como dos centímetros de sangría por cada lado y la tengo tan hinchada que me cuesta sonreír más que a Carmen Lomana tras una -otra- sesión de bótox. Tengo una barriga tan gigante, que voy por la calle fingiendo que estoy a punto de parir porque ya me da fatiga la cara que ponen las ancianas que me soban la barriga y se quedan estupefactas cuando les digo que sólo estoy de tres meses -porque tengo la misma barriga casi desde que me hice el predictor- y mire usted, yo soy mucho de culo, pero barrigona no, y ahora soy un Falete herniado... que parece que estoy engendrando cuatrillizos.

Y lo más curioso de todo es que, aunque endemoniada y quejica, estoy encantada con todo esto porque, aunque a mi juicio el embarazo es uno de los peores estados a los que tiene que enfrentarse una mujer, -junto al de ser fallera mayor, que no se me enfade nadie, pero es que yo los roetes como que no los entiendo- en unos meses me van a dar un nene pequeñito y regordete, suave y blandito, que vendrá a destrozarme aún más los nervios y a aumentar mi malvivir y mi alopecia, pero sobre todo, vendrá a completar nuestra familia. Y eso me vuelve loca de alegría. Y de curiosidad. Y de sueños. Y de miedos. Y de nuevas ilusiones... Y me lo compensa todo. Otra vez.

Ya lo decía mi madre, que no tengo cabeza.

jueves, 21 de febrero de 2013

Oídos sordos


Sí, soy de esas madres que fingen que oyen a sus hijos mientras en realidad repasan mentalmente el trabajo pendiente, si ha dejado o no puesta la lavadora o las equivalencias de la tabla periódica, si me apuran, todo con tal de no seguir las conversaciones en bucle y las preguntas encadenadas del pelirrojismo. Lo confieso.

Y es que la nena es de las que no se callan ni un segundo y que precisan de atención auditiva continua y algún que otro asentimiento verbal que le confirme que estoy al tanto de la última aventura de Dora y la princesa de Cristal, tanto así que cuando sospecha que estoy hibernando me coge la cara con las dos manos habitualmente pegajosas -un gesto que yo no suelo esperar y que me deja al borde del infarto- y me grita. ¿¿Me eztáz ezcusshando, mamá??

Y, claro, yo digo que sí, aunque habitualmente es que no y trato de ponerme al día en los tres segundos que tardo en contestar con el mismo miedo en el cuerpo de cuando la profesora de Arte me sacaba de una conversación con mi amiga para preguntarme qué estaba ella explicando. Más o menos.

El problema ya no es que la pelirroja sospeche que su madre pasa de sus conversaciones, que lo sospecha, sino en que a veces el karma por haber sido una malamadre me escupe en la cara y me acaba metiendo en unos berenjenales de los que luego no tengo ni idea de cómo salir. 

Y es que cuando la niña me habla y yo pongo el piloto automático -sobre todo cuando la llevo en el carrito- a mi poco interés en sus relatos, se suma que no tengo capacidad auditiva como Lobezno para filtrar el sonido ambiente y recuperar todos los datos... y para apañarme, voy contestando a todos los tonos interrogativos que voy identificando con un 'sí' o un 'claro', básicamente porque habitualmente las preguntas acaban con un 'a que zí mamá?' y no quiero que sospeche que no la estoy oyendo y entre en bucle violento o lo que es peor, se dé cuenta de que Dora me interesa casi tanto como el Estado de la Nación Noruego.

El problema es que a veces no me habla de Dora ni de Peppa Pig ni de la princesa Aurora... a veces me habla de que no va a ir más al colegio o que no va a comer nunca más o que le voy a comprar muchos regalos, a lo que al parecer yo me voy comprometiendo mientras empujo el carro y pienso en los gases nobles.

Así que cuando, inocente de mí, llego a casa y le preparo la comida -sí el potito, aún seguimos así- me dice que ella no va a comer y que además ya me lo ha dicho y que yo se lo he prometido y que las promesas no se rompen...  me pilla en bragas y con la cara descompuesta de pensar en todas las barbaridades que he sido capaz de apoyar en el último trayecto desde el cole porque es probable que un día de estos me pida una moto o un piercing en la ceja y yo se los conceda alegremente mientras mi mente divaga por la nueva colección de Inditex.

Aunque, ahora que caigo, pensándolo bien y conociendo al pelirrojismo como lo conozco, tampoco me extrañaría que se hubiera coscado de que no la escucho y me esté haciendo pagar la afrenta. Como si lo viera.