Como este verano estábamos ávidos de emociones, decidimos
meter la cama de la pelirroja en nuestro cuarto, entre la de matrimonio y la
cuna del hermanísimo, como si estuviéramos en una casa de vecinos de la posguerra
o en el dormitorio de Charlie el de la Fábrica de Chocolate, hacinaditos y compartiendo
patadas nocturnas y ronquidos, cual familia bien avenida.
La idea me vino en uno de esos días en los que el cerebro no
me riega bien y me descubro lanzando propuestas terribles con las que al final
acabo perdiendo las ganas de vivir.
En este caso, la cosa estaba justificada porque en el cuarto
de la niña no hay aire acondicionado y hace un calor nivel Sáhara a las cuatro
de la tarde y me parecía un pelín feo tenerla ahí a la criatura derritiéndose
sobre la almohada como los relojes de Dalí, mientras el pater, Cigoto y yo
dormimos al fresco, lampando por una neumonía triple.
Y la otra razón, que acabó por decidirme –que todo hay que
contarlo- es que tengo los ojos tan hundidos que ya están más cerca de la nuca
que de la nariz a causa del maldormir y el malvivir en general, eso sin contar
la cara –la mirada y la mente- de loca, la chepa de agotamiento extremo y el
sueño eterno, así que tener una opción que me librara de pronto de los viajes
nocturnos a la cama de la pelirroja –dando traspiés como un borracho de feria-
porque tiene susto o quiere agua o está hablando dormida, era una apuesta
segura para dormir un poco mejor, que mejorar lo que ya tenemos tampoco es difícil.
Pero nada más lejos de la realidad. Como todas las ideas que
se nos ocurren, que en lugar de ayudarnos a levantar cabeza nos la terminan de
encajar en el malvivir, como si estuviéramos predispuestos por una extraña
vocación de sufrimiento o una maldición gitana.
Así que ahora, efectivamente, no he de levantarme e ir de
excursión al cuarto de fuego porque la pelirroja está allí al ladito del pater,
roncando y con tirabuzones sobre la cara, y todo es felicidad, hasta que en
plena noche se despierta y decide lanzarse en plancha sobre nosotros, así sin
previo aviso y como en un partido de rugby improvisado, a las tres de la mañana
cuando yo acabo de alcanzar el REM y no sé si voy o vengo, la cabeza y medio
tronco partiéndome mi cintura de un golpe seco y el resto del cuerpo sobre el
del pater, que ya ni se despierta, acostumbrada la criatura al maltrato nocturno
y, claro, unas piernas no son una cabeza artificialmente endurecida a base de
cuatro yogures diarios.
Y después de los sustos iniciales y de recolocarnos, tomando
nuevas posiciones y cambiándonos todos de sitio como en el juego de las
sillitas o en una película de Luis de Fune, volvemos a dormir o a intentarlo
hasta un nuevo ataque de la pelirroja ninja… que ahora entiendo la mala cara
que tiene el pobre ratón-oso-raruno de Imaginarium con estas noches infernales
que pasa con la primogénita desde el inicio de sus días.
Pero ahí no queda todo. El pelirrojo no lleva nada bien
haber sido desplazado hasta la pared y que ahora su cuna no linde con el pater
sino con la cama de la pelirroja a la que no puede ni ver.
Así que cada vez que se despierta se sienta en la cuna y
pega la cara entre los barrotes, como Jack Nicholson en el El Resplandor, y
cuando ve a la pelirroja allí tumbada, entra en bucle de enfado y nos toca
sufrir su llanto furioso sin fin, para protestar por el ultraje al que ha sido
sometido.
Por el contrario, si en uno de los bailes regionales nocturnos
que nos traemos, acabo yo o el pater en esa cama y Cigoto nos echa el ojo en
una de sus vigilancias de madrugada, vuelve a tumbarse, se coloca el chupete y
se duerme hasta la próxima ronda.
Así que ahora le pongo la chichonera por ese lado de la cuna
para que no pueda guispar a la pelirroja y se crea feliz junto al pater, aunque
tampoco es que haya sido la idea del
siglo, primero porque me obliga a ponerme en pie y acercarme a la cuna de vez
en cuando para ver si Cigoto sigue respirando –sí, aún seguimos con eso- porque
ahora con la chichonera no le veo la cara, y segundo porque cuando se despierta
y trata de iniciar su ronda de vigilancia y se encuentra con el invento, lo arranca
con furia y se lo lanza a la cara a la pelirroja, quien, si no me doy cuenta,
acaba durmiendo con el enguatado sobre la frente y sudando como un pollo, más aún
que cuando estaba en el dormitorio del fuego eterno, aunque con el armonioso
fondo acústico de los gritos del hermanísimo exigiendo volver al lugar que
merece.
Pues eso, que ahora los ojos se me han hundido tres milímetros más.