lunes, 25 de agosto de 2014

Noches de verano y otros terrores



Como este verano estábamos ávidos de emociones, decidimos meter la cama de la pelirroja en nuestro cuarto, entre la de matrimonio y la cuna del hermanísimo, como si estuviéramos en una casa de vecinos de la posguerra o en el dormitorio de Charlie el de la Fábrica de Chocolate, hacinaditos y compartiendo patadas nocturnas y ronquidos, cual familia bien avenida.

La idea me vino en uno de esos días en los que el cerebro no me riega bien y me descubro lanzando propuestas terribles con las que al final acabo perdiendo las ganas de vivir.

En este caso, la cosa estaba justificada porque en el cuarto de la niña no hay aire acondicionado y hace un calor nivel Sáhara a las cuatro de la tarde y me parecía un pelín feo tenerla ahí a la criatura derritiéndose sobre la almohada como los relojes de Dalí, mientras el pater, Cigoto y yo dormimos al fresco, lampando por una neumonía triple.

Y la otra razón, que acabó por decidirme –que todo hay que contarlo- es que tengo los ojos tan hundidos que ya están más cerca de la nuca que de la nariz a causa del maldormir y el malvivir en general, eso sin contar la cara –la mirada y la mente- de loca, la chepa de agotamiento extremo y el sueño eterno, así que tener una opción que me librara de pronto de los viajes nocturnos a la cama de la pelirroja –dando traspiés como un borracho de feria- porque tiene susto o quiere agua o está hablando dormida, era una apuesta segura para dormir un poco mejor, que mejorar lo que ya tenemos tampoco es difícil.

Pero nada más lejos de la realidad. Como todas las ideas que se nos ocurren, que en lugar de ayudarnos a levantar cabeza nos la terminan de encajar en el malvivir, como si estuviéramos predispuestos por una extraña vocación de sufrimiento o una maldición gitana.

Así que ahora, efectivamente, no he de levantarme e ir de excursión al cuarto de fuego porque la pelirroja está allí al ladito del pater, roncando y con tirabuzones sobre la cara, y todo es felicidad, hasta que en plena noche se despierta y decide lanzarse en plancha sobre nosotros, así sin previo aviso y como en un partido de rugby improvisado, a las tres de la mañana cuando yo acabo de alcanzar el REM y no sé si voy o vengo, la cabeza y medio tronco partiéndome mi cintura de un golpe seco y el resto del cuerpo sobre el del pater, que ya ni se despierta, acostumbrada la criatura al maltrato nocturno y, claro, unas piernas no son una cabeza artificialmente endurecida a base de cuatro yogures diarios.

Y después de los sustos iniciales y de recolocarnos, tomando nuevas posiciones y cambiándonos todos de sitio como en el juego de las sillitas o en una película de Luis de Fune, volvemos a dormir o a intentarlo hasta un nuevo ataque de la pelirroja ninja… que ahora entiendo la mala cara que tiene el pobre ratón-oso-raruno de Imaginarium con estas noches infernales que pasa con la primogénita desde el inicio de sus días.

Pero ahí no queda todo. El pelirrojo no lleva nada bien haber sido desplazado hasta la pared y que ahora su cuna no linde con el pater sino con la cama de la pelirroja a la que no puede ni ver.

Así que cada vez que se despierta se sienta en la cuna y pega la cara entre los barrotes, como Jack Nicholson en el El Resplandor, y cuando ve a la pelirroja allí tumbada, entra en bucle de enfado y nos toca sufrir su llanto furioso sin fin, para protestar por el ultraje al que ha sido sometido.

Por el contrario, si en uno de los bailes regionales nocturnos que nos traemos, acabo yo o el pater en esa cama y Cigoto nos echa el ojo en una de sus vigilancias de madrugada, vuelve a tumbarse, se coloca el chupete y se duerme hasta la próxima ronda.

Así que ahora le pongo la chichonera por ese lado de la cuna para que no pueda guispar a la pelirroja y se crea feliz junto al pater, aunque tampoco es que haya sido la  idea del siglo, primero porque me obliga a ponerme en pie y acercarme a la cuna de vez en cuando para ver si Cigoto sigue respirando –sí, aún seguimos con eso- porque ahora con la chichonera no le veo la cara, y segundo porque cuando se despierta y trata de iniciar su ronda de vigilancia y se encuentra con el invento, lo arranca con furia y se lo lanza a la cara a la pelirroja, quien, si no me doy cuenta, acaba durmiendo con el enguatado sobre la frente y sudando como un pollo, más aún que cuando estaba en el dormitorio del fuego eterno, aunque con el armonioso fondo acústico de los gritos del hermanísimo exigiendo volver al lugar que merece.

Pues eso, que ahora los ojos se me han hundido tres milímetros más.

lunes, 18 de agosto de 2014

Los superpoderes de Cigoto

Cigoto, además de malvado, es un tipo listo. No listo, listísimo, aunque eso sí, sólo para tareas malvadas que le dan satisfacción a su instinto aventurero y me cargan a mí los niveles de estrés hasta el infinito y más allá.

Imagino que parte de este poder destructor viene dado por aquello de ser el segundón y de tener que buscarse la vida en más de una ocasión al compartir infancia con la pelirroja y los visionados en bucle de las princesas Disney y, claro, la criatura tiene que ir por libre e improvisar para darle algo de emoción a su existencia.

Así, antes de cumplir el año, era capaz de desenroscar cualquier tapón cerrado con fuerza media, por lo que lo mismo te abre una cocacola y –para mi terror- se bebe la mitad escondido detrás del sofá para inyectarse una dosis Premium de caféína, que te abre el tapón de una garrafa de aceite y te la vuelca en todo su esplendor sobre el suelo de la cocina.

O como hace unos días, que lo pillé comiéndose la pasta de dientes de Kitty de la hermana, perfectamente abierta y estrujándola como un adulto para no dejar ni una pizca, como si estuviera degustando caviar iraní y me costó perseguirlo por toda la casa para poder arrancársela y dejarlo llorando como una magdalena con la boca llena de flúor y eso sí, unos dientes súper blanqueados.

Otro de sus superpoderes le hace ser capaz de subir, bajar, escalar, escapar y saltar prácticamente de cualquier sitio por muchos cierres de seguridad homologados que tenga o muchas barricadas caseras improvisadas que nos hace parecer que estamos de continua mudanza o en pleno registro del FBI.

Y no sólo eso, Cigoto es capaz de encender el ordenador y moverse con el ratón por la pantalla y pasar las fotos del móvil. Si le das unas ceras y un papel pinta sus garabatos y cuando la hoja ya está emborronada, la pasa con sorprendente delicadeza como una maestra antigua y relamida, y sigue coloreando con dedicación.

Aunque a él lo que más le mola son las maldades, como ayer mismo, que lo tenía en remojo en la bañera, dentro de su sillita de seguridad, con el chorro saliendo del grifo para entretenerlo, mientras yo trataba de fregar el lavabo corriendo como las locas antes de que se hartara del invento y él se peleaba con los botes de champú y las barbies flotando a su alrededor. Bueno, pues mientras yo fregaba como si me hubieran dado cuerda, de pronto noté un chorró a presión de agua en el cogote, me giré aterrorizada y me vi –entre los chorros de agua como una Carmen Maura venida a menos- a Cigoto, que había sido capaz de levantar el tapón de las dos mil toneladas que además siempre se atasca, para que el agua saliera por la alcachofa, pero eso sí, desenroscándola antes para que no saliera disparada como una serpiente venenosa. Y ahora la levantaba entre sus minimanos blancas y malvadas mientras ponía chorreando todo el cuarto de baño nivel tirar rollos de papel higiénico, las revistas y tener que poner dos toallas grandes en el suelo para calmar la inundación, eso sin contar la ducha escocesa a traición y los lavados nasales a los que fui sometida hasta que logré arrancarle el mango y la sonrisa maquiavélica de la casa.

Pues eso, que notario no sé, pero pandillero seguro.

lunes, 11 de agosto de 2014

Yo también quiero ser 'slow'


Mi hermana, que también está mala de los nervios como yo, se compró hace un par de semanas la revista de Ana Rosa Quintana –muy triste todo- y al parecer mientras al niño se le bajaba la tensión de hipotermia en la piscina, pudo leer un reportaje sobre el movimiento ‘slow’ y desde entonces la tengo soseía con el asunto y lo que es peor, nos trata de evangelizar a los demás, como si no tuviera una ya bastante con las canciones de ‘Jezucrizto ez nueztro amigo’ que me canta la pelirroja a voz en grito a la amanecía, cuando aún no me he recolocado los órganos tras una noche de agresiones pelirrojiles.

La cosa consiste, al parecer, en la importancia de bajar el ritmo, reducir el estrés y vivir de una manera más sosegada y relajada. Menos trabajo, menos emails y menos móvil y más tiempo para las pequeñas cosas como dar un paseo, dormir la siesta, tomar una copa de vino con amigos en un porche al atardecer o desayunar en la cama. Nos ha jodío.

A mí, personalmente, me resulta curioso que los que han desarrollado este movimiento conocido anteriormente como ‘vivir bien’ piensen que es una opción, vamos, que una misma, pueda sentarse en el porche con una copa de vino y un libro y contar cervatillos salvajes y que le vuelva a regar el cerebro,  pero que en realidad prefiera perseguir a la pelirroja para desenredarle los nudos marineros de los tirabuzones o recoger las dos millones de piezas de las construcciones o las plastas de plastilina del sofá porque a una lo que le gusta es el malvivir y el sufrimiento, ser subversiva frente al movimiento slow. Rebelde que es una.

Sin embargo, yo que soy muy optimista y crédula y cada vez que me compro la Vogue me creo que en dos meses me voy a convertir en una modelo de pasarela y me mato de hambre y me echo pegotes de crema sin descanso, ni ton ni son, con movimientos circulares en el sentido de las agujas del reloj, decidí apuntarme a eso del movimiento slow, básicamente por ser moderna. Que a mí a moderna no me gana nadie.

Así que me propuse ser una slow de ésas y tratar de estar un poco menos loca, estresarme menos y relajarme más y para iniciarme, decidí darme un baño relajante, así a lo loco. Con mis sales y todo, que mira que llevaban años ahí esperando su momento que hasta estaban petrificadas y tuve que animarlas a salir con un tenedor de pescado.

Y me tumbé como una señora, una señora slow quiero decir, y justo cuando iba a entrar en trance, empezaron a empujar la puerta como si fuera una manada de búfalos salvajes…‘Mamá, ábreme que me eztoy haciendo musha cacotaaaaa y no puedo aguantaaaaaar’, así que tuve que salir chorreando de la bañera con los trozos de sal pegados en el escote y abrirle la puerta, para volver a meterme en la bañera resignada y aguantar a la otra haciendo sus cosas y comiéndome la cabeza sobre la necesidad de que le compre unos peces de colores y una bici de Peppa Pig.

Y por si aquello no fuera suficiente, apareció el pater para limpiarle el culete a la niña y el pelirrojo detrás con el micrófono cantarín haciendo sonidos guturales de hombre de las cavernas y no sé como se apoyó el pater para limpiar a la niña, que saltó el tornillo de la tapadera del váter y casi la descalabra. Todo esto mientras una fingía no ver nada y darle al slowismo.

Un par de gritos después para echar a la plebe del baño y de cerrar los ojos para recuperar la sintonización chakral, escuché el palmeo infernal del gateo del pelirrojo y un jaleo posterior como si estuvieran echándome la casa abajo y cuando abrí un ojo, me encontré a Cigoto de pie frente a la bañera, con la tapadera del wc colgada al cuello como un masai escatológico o un costalero de la Macarena, a punto de partirse el cuello, pero con fuerza suficiente para lanzarme el champú de un litro de Tresemme a la cara.

Y eso, y un moratón junto a la ceja derecha, fue lo que dio de sí mi movimiento slow. Qué vida perra.

lunes, 4 de agosto de 2014

Cinco claves para reconocer a una madre desquiciada

1.- La madre desquiciada trata de fingir que es normal mientras habla contigo pero sus ojos perturbados mirando a diestro y siniestro cada tres segundos para ver si la niña se ha comido la alarma de los pantalones pitillo de cintura baja o si el niño ha conseguido meterse dentro de la papelera cabeza abajo, la delatan. Y los pelos enmarañados de tres colores no definidos, también.

2.- La madre desquiciada no es que pase de cero a cien en tres segundos, es que se pasa la vida a cien, pero disimula de cara a la galería a base de minimeditación o lexatines y sólo necesita un pequeño empujoncito mientras paga en la caja, como que el niño se tire la bandeja de chicles a la cabeza y la cajera la mire torcido, para entrar en bucle de locura sin fin.

3.- La madre desquiciada siempre va corriendo pero siempre llega tarde a todos sitios. Da igual que empiece a arreglarse cuatro horas antes. Siempre alguien se hará caca a última hora o le vomitará sobre la camisa o se olvidará del bolso de Peppa Pig con el consecuente drama. Y llegará a su destino sudando como si estuviera en clase de spining, fucsia como cuando corría en las clases de gimnasia de 2º de BUP y con el humor de un ogro con la regla.  ¿Y encima se supone que tiene que pedir disculpas? On fire.

4.-  La madre desquiciada suele caer en la autocompasión y grita a la vez que llora mientras explica que lleva tres noches sin dormir y un mes sin depilarse y que la última serie que vio fue Cristal y ni siquiera la vio entera, y mientras se queja del malvivir, de pronto se acuerda de la última gracia de su niña o de un chiste que leyó en facebook y se muere de la risa. Y todo esto, hablándole a la reponedora de lácteos, que no la ha visto en su vida, y que no sabe si lanzarle el yogur líquido de piña a la cara o llamar a los de seguridad.

5.- La madre desquiciada siempre va cargada de bolsas y paquetes que va acumulando como si fuera una mula de carga sin consciencia de que se le van a partir las falanges, para luego colgarlos en el carrito del niño y llevarlo haciendo caballito por la ciudad, eso cuando no suelta el manillar para comerle la cabeza a algún transeúnte o gritarle a sus otros retoños y lo condena al suicidio cabeza abajo.