Mi padre siempre ha dicho que los cojos tienen muy mala
leche, como que los que padecen de estómago son gente desagradable, que a mi
padre le gustan mucho establecer el carácter de cada uno en función de sus dolencias.
Y funciona. Porque otra cosa no, pero mi padre siempre tiene razón.
De ahí que ahora que le doy a la cojera estoy al borde de la
crisis nerviosa y el triple parricidio a cada minuto, que esto de la invalidez
de la pierna derecha es una cosa muy mala y muy de convertirla a una en el
señor Scrutch un domingo de resaca. Vamos, que saca lo peor de mí como las
ancianas colonas en la cola del supermercado y me veo refunfuñando con mi
pijama desigual –que no de Desigual-, con mi pinza en pelo de Mari de
extrarradio y mi cara desencajada de bruja, arrastrándome con mi silla de
escritorio y derrapando en las esquinas como un piloto de Fórmula 1 casero.
Sin embargo no toda la culpa es mía ni de mi lesión
metatarsiana, porque es imaginarme con la pata en alto pero sola y con tiempo
suficiente para verme toda la filmografía de la Davis o el reality de las
Kardashian que acabo de descubrir y casi me da un colapso de la emoción, pero
claro, ése nunca es el plan.
El plan es vivir apoltronada en mi silla de piel
plastiquera, impulsándome con la pierna buena, que cada vez es menos buena, soportando
estoicamente los virus de Cigoto, que no nos abandonan por muy tullida que esté
una, que la Providencia
no es compasiva con mi nueva situación, lidiando con Tiburina, la princesa Sofía,
Peppa Pig y otras lindezas martilleándome el hipotálamo y haciendo la vista
gorda ante las fechorías del benjamín, que pasan por espachurrar el zumo pestoso
ése que lleva leche para lanzar el chicate contra la tele, amasar magdalenas
que luego me lanza a la pierna escayolada o hacer guardia con su carrito de la compra
lleno de zapatos frente al baño, que es su templo de oro, cuando sabe que voy a
entrar a ducharme. Que ése es otro cantar.
Y la pelirroja para la que hacer los deberes es como que le
den descargas eléctricas, que se pasa el día vestida de majara haciendo bailes
extraños y pintándose como una puerta para luego refregarse por la pared,
empieza a tenerme miedo, viéndome gritarle con la vena en la frente y las mandíbulas
desencajadas. Pero es que pasarse tres horas negociando para que se ponga a
hacer los deberes es para volver loco a cualquiera. Así que a una coja ni te
cuento…
Pero aunque a veces me den ganas de dar en adopción a la
primogénita, el aspirante es peor. Peor que cualquiera. Y anoche mismo,
mientras yo trataba de meditar y sacar este estrés que me invade toda, el
pelirrojo no tuvo otra que abrir con sus manitas una caja de maizena de las
grandes y espolvorearla hasta el último gramo por el suelo de pizarra de la
cocina.
Y cuando ya todos teníamos blancas hasta las pestañas,
mientras el pater trataba de limpiar el desaguisado, el pequeño se escapó de mi
placaje extremo y sin saber cómo cual prestidigitador premium se hizo con un
paquete de arroz Sos de kilo y lo fue derramando no sólo por la cocina sino por
toda la case sin que nadie pudiera cazarle hasta que el paquete ya estaba prácticamente
vacío.
Y yo mientras mascando bilis en mi asiento de Ikea sin poder
salir corriendo a arrancárselo o escapar al bar de abajo a por un cóctel. O
dos.
Así, que igual mi mala leche extrema no viene sólo por la
cojera sino por ser madre de dos pelirrojos hiperactivos, que son una dolencia
como otra cualquiera. Vamos, que se lo voy a contar a mi padre para que la incluya
en su lista.