'Lunes antes de almorzar una niña fue a jugar pero no pudo
jugar porque tenía que planchar'... Pues eso es más o menos lo que me pasa a mí
desde el viernes pasado pero no con la plancha, que en esta casa somos de la
creencia de que la arruga es bella, más por necesidad que por devoción y vamos
por la vida cual higos secos, sino porque cada vez que me disponía a escribir
este post -bueno, en realidad era otro- una nube negra se nos acercaba y una
catastrófica desdicha caía sobre nosotros, que ya os he dicho alguna vez que
además del metabolismo lento tengo una tendencia chunga a la mala suerte.
El primer motivo no era de mala suerte, sino que era de
buena. Vamos, que el finde me iba a un hotel con su spa y sus relaxes con el
pater y sin descendencia, para poder liberar estrés y dormir con la cara contra
el chorro del jacuzzi. Y me fui, digo si me fui. Pero antes de irme, justo la
mañana anterior, me pareció una buena idea pegarle una patada a la puerta -no
en plan Hermano Mayor sino en plan son las 6:30 de la mañana y voy sonámbula
por el mundo- y así como quien no quiere la cosa, me partí el dedo pequeño del
pie bueno. Del que no me partí en noviembre, quiero decir.
Por suerte no me escayolaron, sólo me pegaron los dedos con
un esparadrapo como si estuviéramos en el siglo XIX y a volar. Bueno, a cojear.
Lo del spa bien, si no fuera porque coincidimos con una concentración de un
equipo de fútbol croata y me vi obligada a lucir mis carnes blanquecinas en
biquini delante de ellos, con lo poco que me gusta a mí el exhibicionismo en
estas condiciones. Que ni relajarse puede una, leche.
Ya cuando llegamos el domingo, me decidí a sentarme con mi
pie roto y mi relax en el cuerpo a escribir, pero la pelirroja me enseñó su
libreta y sus mil tareas por hacer -que se ve que la niña está estudiando en
Harvard y yo ni me he enterado- y sumas, restas, copiados y sinvivir. Y como
colofón final fiebre pelirroja y diarrea infernal. No hubo tiempo de más que de
dar apiretales, baños, poner termómetros y más baños. Y lavadora. Muchas
lavadoras.
Y el lunes a trabajar a la amanecida y al volver con los
ojos temblorosos como Candy Candy, va el pater y me anuncia que está vomitando
nivel premium y antes de terminar la frase amenaza con echarme una bocanada en
la cara. Logro terminar curro que tenía en el ordenador con el tiempo justo de
cuidar enfermos, poner lavadoras y desear la muerte.
El martes después de una noche de festival de tos, vomitonas
y cagaleras, -yo no, que yo soy una señora que sólo se parte pies- me levanté a
las seis y media y después de una maratoniana jornada laboral llegué a casa
estrosaíta viva para encontrarme al pater y a la pelirroja al borde de la
muerte y al hermanísimo hiperactivo saltando de mesa en mesa cual niño del
Circo del Sol, hasta que perdió pie y se partió la frente, llenándose la cara
de sangre como Carrie -la Bradshaw no, la chunga- y dejándome a mí al borde del
infarto. De uno de verdad.
Viaje al hospital del pater, que es el valiente, y yo con la
ropa aún de la calle con los brazos cruzados como una madre preocupada de la posguerra,
amenazando a la pelirroja para que se tome el antitérmico y tejiendo una red de
mentiras cochinas para que la mamma no se enterara del asunto, se volviera loca
y decretara el estado de excepción.
Con un poco pegamento después y con las cejas de un transexual
de los ochenta, Cigoto llegó a casa como si no hubiera pasado nada, pero el
asunto nos dejó a nosotros como si los de la Naranja Mecánica nos hubieran
hecho una visita a traición.
Y hoy (ayer para vosotros) y sin que sirva de precedente
encontré un hueco entre redactar una solicitud formal para la inyección letal y
la hora de los baños pelirrojos, y pude escribir este post. Ahí, con un par.
Nuestra vida, de momento, sigue siendo horrible y el tuerto que nos ha mirado
sigue partiéndose el culo de risa, pero al menos he logrado actualizar que no
es poco.
Y a partir de aquí sólo podemos ir mejorando... Espero.