lunes, 30 de marzo de 2015

Yo quiero ser una madre perfecta y otros sueños


Yo quería ser una madre perfecta de ésas de las revistas que lo mismo te hacen una tarta de calabaza que te cosen un disfraz de princesa de las nieves de tres capas de organza en menos de lo que tarda en subir el café. De ésas que van peinadas, que tienen hijos peinados que no lamen escaparates, que llevan las uñas pintadas sin desconchones -ni repintadas cutres de ésas que en casa te crees que nadie notará y son todavía peores-, que hablan bajito y no mutan en omaíta cada cuatro segundos, que no tiene piruletas chupadas en el bolso pegadas a las tarjetas de la oficina, ni una casa pocilguera, de ésas que no tienen que buscar cada noche los pantalones del pijama por toda la casa ni encuentran un paquete de gusanitos vaciado en el cajón principal de la mesita de noche y, lo que es peor, fingen que no lo ha visto para poder dormir las cinco horas de rigor. De ésas que van perfectamente maquilladas y se echan mascarillas en el pelo -mascariiiillas- de las que ven telediarios y leen libros y hablan con otros adultos y se enteran de lo que dicen.

Luego alguien -imagino que por compasión al ver mi cara de madre desquiciada con restos de biberón en la blusa- me dijo que ésas no existían que eran un producto del marketing como los ángeles de Victoria Secret y yo me lo quise creer como quien quiere creer que su problema es que retiene líquidos cuando por la noche devora chocolate como una poseída. Que cada uno es libre de creerse lo que quiera. Hombre ya.

Sin embargo, con esto de la Semana Santa y del Domingo de Ramos y de ver esta misma mañana pasear a familias como sacadas de una revista de decoración no he podido negar la evidencia, sobre todo cuando las comparaba con nosotros: el pelirrojo aspirante bajándose el pantalón, la pelirroja con las uñas pintadas desde los nudillos, dando vueltas como un derviche arrasando a su paso con niños, ancianas y esquinas y el pater y yo, corriendo detrás pidiendo disculpas y haciendo reverencias con la cara descompuesta de las tres gastroenteritis que llevamos acumuladas... locos por hacernos los muertos en un escalón.

Yo lo asumo, como quien asume una intolerancia a la lactosa o un ojo vago, con resignación. Lo que no evita que tenga algunas dudas al respecto que me quitan el sueño.

1.- ¿Por qué los niños de las madres perfectas no gritan? Los pelirrojos cuando no lloran, cantan o hablan como cabreros en la montaña. Da igual que les corrija, sonriendo para imitar a mis envidiadas congéneres o con cara de furia extrema. A los tres minutos, otra vez. Y quien dice que gritar dice gatear por los probadores o lamer espejos.

2.- ¿Por qué sus niños siempre las ven desde lejos con un simple giro de muñeca y acuden raudos y veloces y los míos precisan que tenga que llamarlos a voz en grito un mínimo de tres veces, cuatro si no me poseen los Morancos? Y que no me digan que es por insistir porque insisto hasta dar miedo. De hecho, hasta los de la mesa de al lado tienen miedo. 

3.- ¿Cómo logran no alterarse nunca ni aunque lleven siete niños en pandilla? ¿Meditación? ¿Sintonización de chakras? ¿Valium?   

4.- ¿Cuándo se hacen la plancha y se pintan las uñas con dos capas? ¿Por la noche cuando ya no hay fuerza ni para bostezar, por la mañana infartada viva viviendo al límite del reloj? ¿En la oficina? ¿Es una peluca?

5.- ¿Porque los niños de las madres perfectas no quieren vestir de chonis como los míos? Los pelirrojos al final se ponen los trajes de Gocco, pero me toca tres horas de negociación y para evitar que la primogénita se coloque el gorro de pandillera de barrio marginal con lentejuelas fucsia, le tengo que dejar echarse dos brochazos de colorete 'ultraboncreado' o ponerse las gafas de sol de las que salen dos palmeras de ocho centímetros. Y el otro día el pater tuvo que llevar al aspirante a la guardería con el casco de la bicicleta de la hermana para que no entrara en cólera.

lunes, 23 de marzo de 2015

El gorrión, la muerte y las oreo bañadas


Yo no soy una madre gafapasta de ésas que les enseñan a sus hijos las verdades del mundo. En mi casa los Reyes vienen de Oriente, las tripas, que tiene ojos como lemures, lloran si los niños no comen y los bebés salen por el ombligo, que no tiene una los nervios para andar gestionando traumas infantiles con placentas y niveles de hemoglobina en sangre y el pater igual, que un día después de tres horas explicándole a la pelirroja cómo funcionan los espejos tirando de paciencia y de un documental coñazo de ciencia para niños, al final cuando la niña ya parecía haberlo entendido, le soltó un mortal ¿entonces ez magia no, papá?. Sí, magia dijo el pater derrotado y ahí acabó su faceta de padre divulgador.

Sin embargo, un día nos encontramos un pájaro muerto, estrosaíto y medio desplumado, y la pelirroja que todavía no estaba familiarizada con estas cosas quiso llevárselo a casa para cuidarlo, porque la criatura ya veía que aquella cara no era de estar muy bien. Y claro, fue imaginarme al pájaro metido en la cama de la Barbie que era el plan original de la nena y no vi otra salida que tirar de gafapastismo, decirle que el pájaro estaba ko y hablarle de la muerte, ahí a caraperro. Que más trauma hubiera sido tener el cadáver del gorrión en casa.

Pero claro, la niña empezó a poner cara de horror nivel el grito de Munch ante la idea de que todos acabáramos palmándola y al final, entre la espada y la pared y con la visión de la cuenta futura del psicoanalista, me vine arriba y acabé planteándole que morirse era casi una suerte porque el cielo era poco menos que un chollo, donde siempre se puede comer chuches y chocolate, donde no hay deberes y donde uno solo hace lo que quiere. Vamos, que el gorrión despachurrado era poco menos que un privilegiado.

De esto hace ya algún tiempo, pero se ve que la semilla de ‘la muerte mola’ le ha germinado bien y ahora a la menor de cambio quiere que la casque, pero básicamente por mi bien. O sea, cuando me cuenta lo mucho que me quiere y que nunca nunca nos vamos a separar, me aclara que hasta que yo me muera, claro, porque yo soy más vieja porque tengo como ‘veinte añoz de cien’ –que se ve que son muchos- y me toca morirme casi ya. Eso es lo que hay. Pero luego me aclara que si yo quiero ‘mejol nos morimoz juntaz’ o mejor aún, nos morimos toda la familia a la vez que se ve que eso sería lo más porque me lo cuenta con los ojos como platos y haciendo muchos aspavientos como si nos fuéramos a Eurodisney.

Luego piensa en los abuelos y en los primos y en los amigos del cole y al final decide que lo mejor sería una masacre para que la palmemos todos en pandilla, aunque a veces me explica que lo suyo es que esperemos a que tenga un novio para que se venga también para el hoyo. Y mis consuegros también, para que el novio no se quede solo en el más allá con la familia política y los amigos del cole y la seño y la teacher, que también está apuntada.

Yo al principio me horrorizaba con estas historias, que a mí ahora no me viene bien morirme con la de cosas que tengo que hacer, pero cuando me contó que allí puedo estar todo el día en la playa comiendo oreo bañadas y cola cola y patatas al jamón y no hay deberes ni despertador me he venido arriba y ahora me parece un planazo. Luego me acuerdo de que el plan es irnos en pandilla y me veo echando protectores solares a destajo y comiendo oreos rebozadas en arena y me desinflo.

Total, que me tendría que haber traído el gorrión a casa.

lunes, 16 de marzo de 2015

Fases psicológicas de la educación maternal


Cuando una se hace madre y entrega su útero y su tiempo libre a la procreación y a los devenires que vienen luego y que son más duros que el propio parto, -porque a ver, ¿quién no cambiaría los deberes de todo un trimestre de la prole por una sola noche contracciones?- pasa por varias etapas psicológicas como si fuera un votante indeciso en la elecciones generales o un secuestrado en la selva amazónica.

Etapa Cero. Cuando una se inicia en el malvivir de la crianza sólo tiene dos cosas claras, que el número de la pediatra deberá ser un 'número amigo' en la tarifa de Orange y que será una madre compresiva y tolerante, dispuesta a educar a sus hijos desde el diálogo y la comprensión. Que para eso se ha leído tres tomos de 'Educar desde el amor', escrito por una monja de clausura que no sabe lo que es una episiotomía ni una rabieta en la cola del súper nivel 'tengo un ataque de epilepsia agudo' porque quiere tres globos de Minnie en forma de corazón y un bote de chicles de fresa de kilo y medio de Orbyt. Pero la intención no es mala y cuando una va con su carro y su bebé, que por muy malo que sea se puede meter en un carro y huir hacia el horizonte, ve a las otras madres gritando dedo en alto en un probador, no puede más que lamentarse del poco talante conciliador que emplean.

Primera etapa. Cuando el niño adquiere cierta edad y cierto raciocinio es hora de emplear el diálogo como clave y una se ve explicándole las bondades de la leche a un niño de tres años un lunes a las ocho de la mañana para que el susodicho te patalee el esternón y te escupa el buche a la cara, justo hoy que te habías echado dos capas de rimel para que tus compañeros de trabajo dejaran de creer que eres una enferma terminal. O que le expliques el peligro del tobogán gigante para las articulaciones y antes de terminar la frase lo tengas lanzándose cabeza abajo y con la lengua fuera. Y tú y tu talante os quedáis comiendo pipas con la cara partida.

Segunda etapa. Con el tiempo una descubre que, además de que ya no volverá a dormir ocho horas del tirón -ni separadas- lo del talante es un invento de los nazis para torturar a madres inocentes y que lo que hay que hacer es poner pie sobre pared y educar al nene a la antigua usanza, es decir, mandando como un general. Así, tratas de un imponer un sistema para que los niños se hagan gente de provecho y amen hacer deberes y aprendan a pedir las cosas sin gritar como cabreros, ni se suiciden lanzándose cabeza abajo por el sofá de piel vuelta que aún no has pagado, aunque al final sólo consigues quedarte calva a disgustos, 'amorancarte' viva y ganarte dos pólipos en la faringe. Cómo están los pólipos ahora. 

Tercera etapa. Al final aprendes que hay cosas contra las que es mejor no luchar, pero no por falta de ideales sino por ahorro energético, que eso también se lleva mucho. Y al final, igual que aceptas que el portero te llame Margarita cada mañana o que la vecina del cuarto derecha te vuelva a contar la misma historia cada día como si fuera la primera vez, acabas aceptando que la niña se ponga el disfraz de Elsa y vaya pintada como una puerta a medio camino entre una Drag Queen y un espectro del más allá para ir a comer a un restaurante de postín o al notario a firmar la modificación de la hipoteca. Y ya no te parece tan mal que la 'a' le ocupe dos cuadritos en lugar de uno ni que se parezca más a una 'o' o a una letra cirílica. Con tal de que termine la ficha aceptarías que fuera en taquigrafía de los ochenta y a tamaño mamut prehistórico. Y que si el niño sólo se duerme lamiendo el sofá, pues que lo lama. Y si quiere meterse en el mueble o empujar la bombona lampando por una hernia, que la empuje y si la niña no quiere disfrazarse de bruja del Mago de Oz con un vestido que habías sacado de la página de Martha Stwart y lo que quiere uno de los chinos de cinco euros lleno de tules y transparencias como el de su amiga Araceli, no sólo no te importa sino que le compras dos. No sea que el año que viene te vuelvas idiota y vuelvas a caer en la tentación de complicarte la vida. Con la buena terminación que tiene ahora la confección oriental...    

PD. Mil gracias por vuestro entusiasmo por la publicación del libro!!! Espero que os guste y que os divierta y sobre todo, que se lo contéis hasta al panadero de la esquina, que igual tiene una suegra malvada y necesita terapia y comprarse el libro para descubrir que no está solo en el mundo! jajajja... Lo dicho, gracias mil!!

martes, 10 de marzo de 2015

¡¡¡¡Habemus libro!!!!






Pues eso mismo. Que publicamos libro como la gente de bien y nada menos que con La Esfera de los Libros, que son unos señores muy serios y muy de caché, que han querido airear a los cuatro vientos y vía papel impreso los desvaríos de esta bimadre con trastornos mentales variados. ¡Que no se diga que aquí no tenemos nivel!

Eso sí, esta vez no hablamos de madres ni de hijos o igual sí, pero de madres metidas a suegras y de hijos metidos a novios, maridos, yernos y actores secundarios... o lo que es lo mismo, del divertidísimo y terapéutico placer de criticar a la suegra (a la mía no, válgame Dios, que no sólo es muy buena sino que además -y sobre todo- me lee) sino a las vuestras o a las de vuestras hermanas, vuestras amigas o vuestra vecina del cuarto derecha que está mala de los nervios.

Enfrentarte al primer encuentro sin anestesia ni seguro de accidentes, asumir que tu suegra no te tolera -ni mijita-, cómo lidiar en el duelo de titanes de las consuegras o cómo soportar el paso de suegra a abuelísima son sólo algunas de las cuestiones que analizaremos con mucha irreverencia y mucho sentido del humor y todo aderezado con historias reales como la vida misma que parecen sacadas de un guión de Almodóvar...

Me hace muchísima ilusión presentaros este libro que no es mío sino nuestro porque nace gracias a todos los que cada semana os pasáis por aquí a echar una risas y a compartir vuestras historias conmigo.

¡Gracias mil!

Pues eso es todo de momento. Espero que el libro os guste mucho o que por lo menos os saque unas risas... que a fin de cuentas es de lo que se trata. Lo podéis encontrar a partir de hoy en El Corte Inglés, la Fnac y en las principales librerías. Casi ná.


Ay, qué nervios.



 

lunes, 9 de marzo de 2015

Maneras de morir cuando se es madre (II Parte)


(...)
4.- De traumatismo craneoencefálico severo tras pisar una tortuga ninja con puños de acero o una Barbie mariposa con las manos hacia arriba preparadas para perforarte el puente del pie a traición y hacer que te partas la cara contra el parqué un lunes a las tres de la madrugada cuando vienes de tapar a la niña y no sabes ni quién eres ni qué haces en este mundo. Las variables en este sentido son infinitas, que lo mismo puedes morir con una pieza de construcción colocada estratégicamente dentro de tu zapatilla, que por un par de rodantes latas abolladas de maíz que tu niña te va lanzando desde la despensa como en una película de Indiana Jones venida a menos.

5.- Envenenada. Masterchef junior ha hecho mucho daño. Muchísimo. Y ahora todos los niños quieren manosear alimentos varios, echarles especias como si no hubiera un mañana y luego obligarte a probarlo para deleitarte con el crisol de sabores. Yo antes me negaba porque yo soy muy malamadre y muy escrupulosa, y los ardores los tengo disparados desde el embarazo de Cigoto y no me la juego, pero por aquello de la autoestima infantil más de una vez me he visto obligada a comer fresas con leche con colacao y romero y otros activadores de la flora intestinal.

6.- Asesinada. Si algo nos han enseñado las películas de Antena3 de sobremesa -además de a dar cabezadas cual octogenaria y a vigilar a tus recién nacidos en el nido para que no te den el cambiazo por otro y luego te pases dos décadas con ansiedad- es a distinguir un homicidio imprudente de un asesinato. Yo me refiero a este último. A estar pelando patatas y que te claven en palo del recogedor en la cintura y te dejen al borde de la muerte hasta que el hígado se te recoloque. O no. A estar tus cinco segundos de relax del día haciendo como que lees y que un helicóptero teledirigido de los chinos te acuchille las mejillas sin piedad o que una flecha con chupón del arco que le compraste cuando se vistió de india, te vacíe un ojo antes de la hora de comer. 

7.- Torturada. Desde una charla sobre las intrigas palaciegas del patio del colegio un jueves a las once de la noche o a las seis de la mañana cuando tú sólo tienes ganas de entregar tu cuerpo a la ciencia, hasta las prácticas de oficios variados como el de esteticién o peluquera en tus carnes, las formas de tortura son inabarcables. No sé si es peor la pintura de uñas desde el nudillo como si acabaras de matar un cerdo a pellizcos, que luego se te queda la pintura seca y no puedes ni mover la mano o los cepillados sin compasión y los dolorosos conatos de trenzas que nunca llegan a buen fin. A no ser que el fin sea dejarte calva, que ése sí que se logra. 

8.- De aburrimiento. El aburrimiento es otra forma de tortura ligeramente más sutil, pero tortura al fin y al cabo y eso lo sabe quien haya tenido que jugar a las cartas de los Pokémon con unas normas absurdas e inventadas y que pueden cambiar en cualquier momento y medida, siempre en pro de tu contrincante y durante dos horas de tu vida. Y quien dice las cartas de Pokémon, dice el Party de Violetta o el parchís gigante que te mata de tristeza de sólo mirarlo.

NOTA: Ya saben ustedes que con este malvivir que me persigue ya sólo actualizo los lunes (vida perra), pero esta semana haremos una excepción y si tienen tiempo y ganas, pasénse por aquí mañana martes, que tengo algo muy importante que contarles y no se lo pueden perdeeeeeer!!! (Y no, ni es un sorteo ni hay otro pelirrojo en camino!! Tic, tac... )

lunes, 2 de marzo de 2015

Maneras de morir cuando se es madre (I Parte)


Ser madre es un trabajo de riesgo como ser de piloto de Fómula Uno, supervisor de una central nuclear o minero del carbón y si encima una es madre múltiple las posibilidades de terminar el día con los estertores de la muerte aumentan. Y si el pequeño es un pelirrojo con vocación de líder de banda colombiana y la mayor una pelirroja con los biorritmos en negativos amante del baile y de la sordera opcional y pesada como una vaca en brazos, mucho más. Muchísimo.

He aquí algunas de las maneras posibles de morir para toda madre de bien:

1.- Atragantada. Te quejabas de que tus comidas eran malas en el embarazo cuando tenía que dejar el tenedor y salir corriendo a vomitar y echar el instinto maternal por la garganta, pero eso era antes de saber que comerías con el niño-mandril encima, metiéndote las manos en la sopa, lanzando contra la pared tus trozos de brócoli y tirando el vaso de agua sobre la ensalada y la copa de vino sobre tu blusa preferida. Cierto es que también puedes dejar a la bestia suelta casa arriba y abajo, pero será casi peor que cuando tengas el trozo de pechuga de pollo tristérrima a punto de ser tragado, se escuche un ruido de detonación de edificio seguido de un llanto desconsolado. Al final acabáis en urgencias sí o sí, bien porque el niño se ha abierto la cabeza o porque te has tragantado o has perdido el conocimiento, el poco que te quedaba.

2.- De hipotermia. Bañarse con los niños es algo muy de anuncio, como también lo son la regla, los audífonos y las dentaduras postizas que salen en los anuncios como si fuera la ilusión de tu vida, con bailes de salón y risas en barbacoas y en realidad son una cosa muy de deprimirse. Pues con el baño igual. Sobre todo si eres de las que te gusta el agua caliente-hirviendo y a tus hijos el agua de hielo descongelada. Y da igual que te niegues a bañarte con ellos, si tienes un pelirrojo maligno aprovechará que estás con la cabeza enjabonada y cantando como si no hubiera un mañana, para lanzarse cabeza abajo a hacerte compañía y comerse la esponja. O si no, alguien querrá lavarse los dientes y te dejará el chorro helado o ardiendo o querrán hacer caca o pipí o cualquier cosa que te evite un baño relajado y te deje muerta de frío arrinconada en la ducha.

3.- De un infarto cardiovascular mientras estás durmiendo tus míseros tres cuartos de hora seguidos que te concede la maternidad, abrir los ojos involuntariamente y encontrarte a la pelirroja clavándote las pupilas y respirándote a la cara o, en su defecto, que el pelirrojo te caiga sobre la cintura desde la cuna haciendo un triple mortal con tirabuzón.

4.- De falta de sueño. A lo anteriormente descrito podemos sumar los llantos nocturnos por enfermedades varias, miedos, pipís o, básicamente, ganas de dar guerra –por no decir otra cosa- y el dolor personal tipo ‘me estoy convirtiendo en una alcayata’ de estar cuatro metidos en una misma cama a empujones como si estuviera una en la salida del Cautivo un Lunes Santo cualquiera.

5.- De un infarto cerebral por estrés ante la parsimonia nivel industrial de la primogénita, a la que hay que primero decirle, luego repetirle, posteriormente gritarle, y al final chillarle y amenazarle cual bruja loca para que, por ejemplo, se lave las manos o termine los deberes de las narices o se ponga los zapatos, aproximadamente dos horas más tarde de cuando tenía que haberlo hecho…

(…)