Yo quería ser una madre perfecta de ésas de las revistas que
lo mismo te hacen una tarta de calabaza que te cosen un disfraz de princesa de
las nieves de tres capas de organza en menos de lo que tarda en subir el café.
De ésas que van peinadas, que tienen hijos peinados que no lamen escaparates,
que llevan las uñas pintadas sin desconchones -ni repintadas cutres de ésas que
en casa te crees que nadie notará y son todavía peores-, que hablan bajito y no
mutan en omaíta cada cuatro segundos, que no tiene piruletas chupadas en el
bolso pegadas a las tarjetas de la oficina, ni una casa pocilguera, de ésas que
no tienen que buscar cada noche los pantalones del pijama por toda la casa ni
encuentran un paquete de gusanitos vaciado en el cajón principal de la mesita
de noche y, lo que es peor, fingen que no lo ha visto para poder dormir las
cinco horas de rigor. De ésas que van perfectamente maquilladas y se echan
mascarillas en el pelo -mascariiiillas- de las que ven telediarios y leen
libros y hablan con otros adultos y se enteran de lo que dicen.
Luego alguien -imagino que por compasión al ver mi cara de
madre desquiciada con restos de biberón en la blusa- me dijo que ésas no existían
que eran un producto del marketing como los ángeles de Victoria Secret y yo me
lo quise creer como quien quiere creer que su problema es que retiene líquidos
cuando por la noche devora chocolate como una poseída. Que cada uno es libre de
creerse lo que quiera. Hombre ya.
Sin embargo, con esto de la Semana Santa y del Domingo de
Ramos y de ver esta misma mañana pasear a familias como sacadas de una revista de
decoración no he podido negar la evidencia, sobre todo cuando las comparaba con
nosotros: el pelirrojo aspirante bajándose el pantalón, la pelirroja con las
uñas pintadas desde los nudillos, dando vueltas como un derviche arrasando a su
paso con niños, ancianas y esquinas y el pater y yo, corriendo detrás pidiendo
disculpas y haciendo reverencias con la cara descompuesta de las tres
gastroenteritis que llevamos acumuladas... locos por hacernos los muertos en un
escalón.
Yo lo asumo, como quien asume una intolerancia a la lactosa
o un ojo vago, con resignación. Lo que no evita que tenga algunas dudas al
respecto que me quitan el sueño.
1.- ¿Por qué los niños de las madres perfectas no gritan?
Los pelirrojos cuando no lloran, cantan o hablan como cabreros en la montaña.
Da igual que les corrija, sonriendo para imitar a mis envidiadas congéneres o
con cara de furia extrema. A los tres minutos, otra vez. Y quien dice que
gritar dice gatear por los probadores o lamer espejos.
2.- ¿Por qué sus niños siempre las ven desde lejos con un
simple giro de muñeca y acuden raudos y veloces y los míos precisan que tenga
que llamarlos a voz en grito un mínimo de tres veces, cuatro si no me poseen
los Morancos? Y que no me digan que es por insistir porque insisto hasta dar
miedo. De hecho, hasta los de la mesa de al lado tienen miedo.
3.- ¿Cómo logran no alterarse nunca ni aunque lleven siete
niños en pandilla? ¿Meditación? ¿Sintonización de chakras? ¿Valium?
4.- ¿Cuándo se hacen la plancha y se pintan las uñas con dos
capas? ¿Por la noche cuando ya no hay fuerza ni para bostezar, por la mañana
infartada viva viviendo al límite del reloj? ¿En la oficina? ¿Es una peluca?
5.- ¿Porque los niños de las madres perfectas no quieren
vestir de chonis como los míos? Los pelirrojos al final se ponen los trajes de
Gocco, pero me toca tres horas de negociación y para evitar que la primogénita se
coloque el gorro de pandillera de barrio marginal con lentejuelas fucsia, le
tengo que dejar echarse dos brochazos de colorete 'ultraboncreado' o ponerse
las gafas de sol de las que salen dos palmeras de ocho centímetros. Y el otro día
el pater tuvo que llevar al aspirante a la guardería con el casco de la
bicicleta de la hermana para que no entrara en cólera.