lunes, 27 de julio de 2015

La censura, la autocensura y otros infiernos maternales



La maternidad es agotadora por muchos motivos, muchísimos y quien lo probó lo sabe, como diría Lope de Vega, que desde que sales de casa con las contracciones y el bolsito de TucTuc repleto de mudas imposibles ya no vuelves a dormir del tirón más de cuatro horas seguidas, al menos hasta que los hayas casado y expulsado de casa.

Lucha cuerpo a cuerpo por las comidas, desgastes neurológicos con los deberes, visitas intempestivas a urgencias, visionado en bucle de Frozen y series de dudoso gusto y así hasta que sólo quede una carcasa de tu persona, loca por tirarse al suelo y hacerse la muerta frente al aire acondicionado hasta el día del juicio final.

Sin embargo, lo peor de todo es la censura a la que te ves sometida por ti misma, por tus hijos y por las otras madres y hasta por el Sursum Corda, con lo cansada que está una para el fingimiento y para la pose. Y lo que es peor, esta censura impuesta o autoimpuesta no sólo no mejora sino que empeora a medida que los niños van cumpliendo años y coscándose más del mundo que le rodea.

Así, aunque hayas tenido un día horrible y quieras arañarle la cara a tu jefe con el tacón de Cenicienta, no puedes desahogarte comiéndote un bote de helado industrial o una bolsa de golosinas de kilo y medio porque la niña, a la que llevas diciéndole media vida que las chuches son malas y que si no se comen de poco en poco te destrozan las tripas, te está mirando fijamente desde el sofá con cara de terror absoluto ante la posibilidad de tu ingreso hospitalario inmediato.

O si quieres desayunar con coca cola porque te da la gana y porque tienes 36 años y te lo has ganado, tienes que echártela en una taza y fingir que es café o bebértela de un trago detrás de la nevera porque estás harta de decir que la cocacola es para las fiestas o como mucho un vasito al día, aunque tú te soples cuatro, eso sí, fuera de casa y a escondidas como si fueras una yonki.

Y si te das un golpe en el dedo meñique del pie contra la puerta y quieres soltar dos millones de palabrotas para aliviar el dolor y la mala uva, tampoco. Jolines y mucho es y como se te escape alguna de las gordas no sólo tendrás a los niños a tu alrededor con los ojos como platos sino que incluso te reprobarán o lo que es peor añadirán la palabrota a su vocabulario diciéndole a la gente que su mamá también lo dice.

Por supuesto tampoco puedes quejarte o maldecir a la báscula si has cogido tres kilos estas vacaciones porque te has pasado media maternidad explicándole a la niña que cada uno es como es y que igual de bueno es ser gordo que flaco, alto que delgado, blanco que negro o rubio que pelirrojo, para que ahora te vea histérica maldiciendo lo gorda que estás y echar todo eso abajo, así que encima de que te has pasado todas las vacaciones haciendo la lipendi con tu ensaladita y tu pescado y no has probado un puñetero helado y ahora el vestido no te entra, no sólo no puedes enfadarte ni desahogarte ni cagarte en todo, sino que de hecho hasta deberías estar contenta porque ser gordo no es nada malo y lo importante es estar sano.

Y es que una cosa es ser madre profesional, es decir, madre educadora que da la chapa a cada momento con cuestiones variadas para que sus hijos no se maleen, aprendan a comer, a respetar a los demás, a ser educados y a tener buenas formas, a comportarse bien, a estudiar, a ser responsables y a lo que haga falta, pero otra muy diferente es la mujer que hay debajo de esa madre, que ya cumplió con todo eso, que es educada y amable, tolerante, compasiva y cariñosa, que estudió, que fue y vino de currar, arregló la casa, se depiló las cejas, hizo bien la dieta y pidió cita al dermatólogo. Así que si se pega un golpe en un dedo y quiere echar la bilis por la lengua o si quiere portarse mal y no cepillarse los dientes antes de dormir o andar descalza o beberse dos litros de cocacola de una sentada o maldecir a grito pelado porque han matado a su personaje favorito de la serie, debería hacerlo, hombre ya, que se lo ha ganado de sobra.

El problema viene cuando dos días después que ya está una en modo madre, pilla a la niña chupetando la botella de cocacola detrás de la nevera un lunes a las nueve de la noche, gritándole a la tele porque a Cenicienta han vuelto a romperle el vestido o soltando improperios en plan polemista de Telecinco mientras se desenreda el pelo. Entonces una piensa en todo lo que le va a costar borrarle todo eso del cerebro y volver al punto de partida y se arrepiente de haberse dejado de llevar y haber escapado de la censura… Ay, qué dura es la maternidad y qué cara sale la libertad.

lunes, 20 de julio de 2015

Soy un hombre


Han tenido que pasar 36 años para que me dé cuenta de que soy un hombre. Fíjate tú qué disgusto, con la de vestidos que tengo y la colección de bolsos bonitos y caros y collares XXL que me había hecho y ahora resulta que lo mío son las pajaritas y la testosterona, con lo feo que está eso y lo que tiene que cansar ser un hombre e ir por la vida con tanto pelo corporal con este cambio climático tan malo y estos calores. Que a ver que yo de momento soy barbilampiña, pero que todo es ponerse, que a lo mejor mi cuerpo, creyendo erróneamente ser una mujer, se ha estado conteniendo la criatura y ahora que ya se ha destapado la verdad, va a empezar a echar pelo y me va a dejar hecha un hipster con los sofocos tan malos que tiene que dar en eso en un verano malagueño.

La culpa de que la verdad haya salido a la luz la ha tenido la primogénita, poco a poco y pico y pala, dejando en mí pequeñas evidencias hasta que hemos ido atando cabos y descubriendo mi virilidad indeseada y lo que es peor, que soy un hombre de los chungos, de esos que solemos criticar con las amigas. Un despropósito.

Todo empezó porque la pelirroja no se calla. Nunca. Nunca jamás. Y siempre tiene algo que decir sobre cualquier cosa, mientras vemos una peli, leemos, nos bañamos, tomamos el sol o tratamos de dormir. Y no sólo habla y habla y habla sino que pretende que mientras lo hace le tenga clavadas las pupilas, que si no, es como si no la estuviera escuchando y encima he de asentir cada tres palabras y al final de la perorata hacer una pequeña intervención lo suficientemente larga para que vea que tengo interés y lo suficientemente corta para no restarle tiempo de seguir hablando ella, que es el fin último. Y entonces me veo como el pater cuando trato de explicarle cómo va la dinastía de las Kardashian y hace como que me escucha cuando en realidad está poniendo los ojos en blanco y contando los minutos que faltan para que me calle o de mi padre, que se quejaba porque con tanto hablar en bucle mi madre, mi hermana y yo cual gallinas hiperactivas, no le dejábamos enterarse del argumento de ninguna película. Pues más o menos lo mismo.

Aparte de eso, la pelirroja es muy cariñosa, cosa que es de agradecer porque a toda madre le gusta verse ‘espachurrada’ por los bracitos de sus hijos, pero de ahí a vivir abrazada a mi persona hay un rato. Y más en este verano a 40 grados que se me derriten hasta las pestañas. Así cuando vemos una peli no es que se eche encima sino que me atrapa con brazos piernas y tirabuzones, pegada cual lapa y dejándome inmovilizada y al borde de la crisis nerviosa de la ansiedad. Y por mucho que trates de despegarte de una manera suavona, tienes que acabar cediendo, sobrevivir a la claustrofobia y ver Campanilla con un koala pelirrojo. Y me acuerdo de los tópicos de los hombres ariscos poco amantes de los achuchones y de las mujeres sobonamente románticas y necesitadas de contacto físico para sentir el amor. Y me siento uno de ellos, mire usted, loco por mi lado del sofá libre de abrazos y a tope de aire acondicionado en la frente.

Y ya el colmo lo viví el otro día en Zara cuando la pelirroja comparaba dos bañadores para ver con cuál se quedaba ‘porque uno tiene florez pero es azul y el otro es roza pero no tiene na’ aproximadamente durante dos horas y cuarto y entonces me escuché a mí misma decir ‘¿pero de verdad tienes que tardar tanto? Si sólo es un bañador, por Dios, da igual… mientras sirva para bañarte’ y noté como me empezaba a subir la testosterona que es como la bilirrubina pero en mal y a convertirme en mi padre.

Al principio me preocupé por este cambio de rol tan malo y por verme refunfuñando (¡yo!) en una tarde de compras y por pensar que un bañador es sólo un bañador. Luego pensé que a cambio igual ya no tendría que hacerme más la cera ni pintarme las uñas por los desconchones sorpresa en mitad del autobús y me vine arriba. Todo es acostumbrarse.


lunes, 13 de julio de 2015

La monomaternidad era esto



Las madres somos gente agradecida básicamente porque somos gente necesitada, que no es lo mismo darle un trozo de pizza a un adolescente que toma 4.000 calorías diarias que a una criatura que sigue una dieta macrobiótica de tres calorías y media desde el mes de enero. El recibimiento del pepperoni no va a ser igual. Eso es así(n). Pues con las madres ocurre un poco igual, que a una la invitan a una boda y baila hasta que le salen volando las tapillas y se arranca tres capas de epidermis de la planta de los pies, que le dan la tarde libre y hasta llora de emoción o que le dejan ir sola al cine y siente hasta vértigo de montarse en un autobús sin tener que agarrarle la mano a nadie. Las madres nos contentamos con poco. Que he visto a madres venirse arriba por conseguir leerse tres páginas seguidas de un libro y levantarse a las ocho y media de la mañana como si fuera un oso saliendo de la hibernación, que seis horas seguidas de sueño para una madre es como un lustro y medio.

Por eso cuando alguien se ofrece a llevarse a alguno de tus hijos una semana de vacaciones a un apartamento familiar o al camping donde veranean o a la casa del campo de los abuelos a una es como si se le apareciera la virgen del Carmen, que una quiere mucho a sus hijos, pero unas vacaciones bilaterales son una cosa muy grande.

Lo normal es que sólo se lleven a uno porque dos ya sería vicio y los familiares son buena gente pero tampoco son tontos, pero lo curioso es que se nota como si se hubieran llevado a una pandilla de okupas que hubieras tenido en el salón, que aunque uno sepa la guerra que dan sus hijos, es ver la casa desalojada y mire usted, qué relax, qué buenvivir, qué de todo...

En mi caso, mis cuñados que ya son para mí como la virgen de Fátima se han llevado a la pelirroja a pasar unos días al camping a asalvajarla un poco y que disfrute saltando de la piscina a la playa y viceversa con la prima y la pandi de la zona y que entretanto, nosotros disfrutemos de la sensación de volver a ser monopadres, es decir que sólo tengamos que mantener con vida al aspirante, y parece que no, pero no veas cómo cambia el cuento.

Que mire usted que la pelirroja no es el hueso duro de roer, que el verdadero villano es el hermanísimo, pero ha sido quedarnos sólo con él y estamos como en una prolongación de las vacaciones aunque me siga levantando a las seis y media. No sólo puedo ver películas por las noches sino que además me entero de lo que van y si salen cosas de mayores ni me inmuto, de hecho me he venido arriba y hasta he vuelto a leer a Kundera. Ahí, a lo loco. Y hasta he pillado un par de siestas y un Sálvame. 

El problema es que me he crecido y ahora al pater y a mí nos invade la pereza adolescente y la casa nos la va a cerrar Sanidad porque quién quiere fregar el parqué o doblas los trapos -una tarea que debería estar prohibida por Amnistía Internacional- cuando puede tirarse en el sofá sin pelirrojas amenazando con cogerse una depresión si no juegas una partida de cuatro horas y media al Monopoly o al parchís. De hecho, ni esta mañana actualicé este blog en un ataque de flojera sin límites y piscineo hasta la madrugada. Qué poca vergüenza la mía.

Lo curioso es que cuando en otras ocasiones me han quitado un par de noches a Cigoto -nadie se atreve con más- y me  he quedado de monomadre con la pelirroja, la sensación ha sido la misma, o sea, que el secreto es que te quiten la mitad del trabajo, da igual de donde venga. A ver lo suyo es que nos lo quitaran todo, pero ya he dicho que las madres somos gente agradecida. Además de gente tonta, claro, que a la primogénita me la devuelven mañana y estoy como si me fueran a traer a Bradley Cooper. Hasta he ordenado los billetes del Monopoly. Qué cosas.

lunes, 6 de julio de 2015

Bipolaridades y supervivencia



No soy una persona constante, de hecho soy la persona más inconstante que conozco, no en vano esos que se hacen llamar mis amigos hacen apuestas secretas sobre cuánto tiempo tardaré en borrarme del gimnasio o de la academia de inglés donde ya acumulan dieciocho matrículas mías de los últimos cuatro años.

Esto ha sido de toda la vida de Dios como mi tendencia a acumular lípidos en las caderas, pero con esto de la maternidad y el agotamiento extremo la cosa se ha avivado y ahora no soy constante ni con el contorno de ojos que me ha costado un riñón, ni con la dieta extrema que empiezo cada tres días sin contar los fines de semana ni con nada. Así, aunque me plantee con seriedad, con toda la seriedad de la que soy capaz con esta cara de loca, ser constante en lo referente a la educación de los pelirrojos al final todo es falacia y la bipolaridad se apodera de mí.

Así aunque me pase una semana haciendo entrar en razón a la pelirroja sobre la importancia de lavarse los dientes y lanzándole mil amenazas sobre las caries y los dolores infrahumanos de un nervio afectado, cuando nos dan las once de la noche de picos pardos por la ciudad y llego con los ojitos güertos y el tiempo justo de acostarlos y hacerme la muerta hasta que suene el despertador, va la niña y me dice que tiene que lavarse los dientes con cara de dolorosa en plan me estoy imaginando una endodoncia y viendo mi corta vida pasar delante de mis ojos, pero yo que soy muy malamadre y sólo quiero morir, se lo prohíbo porque ya estamos acostadas y solo me faltaba a mí dos horas y medias de enjuagues bucales al ritmo parsimonial de la pelirroja, así que me invento una teoría sobre el peligro de lavárselos después de la medianoche como si los premolares fueran gremlins o sobre una bula dental papal para casos extremos de agotamiento.

Luego está el tema de la seguridad vial, que le tengo grabado a fuego hasta que un día me pilla con prisas (o sea siempre) que llego tres cuartos de hora tarde al cine o al pediatra o casi cualquier sitio y me hago la loca y cruzo en rojo –soy una malamadre que merezco ser apaleada- por cualquier callejón desértico y entonces la pelirroja entra en bucle de sermón sobre mi osadía y como si tuviera 17 años y hubiera llegado tarde a casa me veo inventando historias como que no me había dado cuenta de que había semáforo o ya en plan caraperro, que el semáforo estaba realmente en verde para los peatones con la clara intención de hacer dudar a la niña y abocarla al psicólogo futuro.

O pasarme una vida explicándole que las chucherías son malas y que tomarse más de cuatro es un pase directo al hospital y luego me pilla tarde de bulimia extrema después de un mal día jalándome una bolsa de gominolas y me mira como me mira la mamma cuando me pido la segunda copa de vino.

O cuando después de crearle una rutina de trabajo y esfuerzo con los deberes, que me ha costado dos mechones de canas y tres lesiones cerebrales, una noche, después de un día interminable, se acuerda a las nueve mientras cena, que tenía dos copiados por hacer y unas cuentas con regletas. Y me veo prohibiéndole hacerlos, asegurándole que por un día no pasa nada y cargándome tres meses de pico y pala y encendiendo la mecha de la flojera pelirroja.

Total, que como dice mi madre esto es pan para hoy y hambre para mañana, pero quien tiene en su haber dos hijos pelirrojos y más juguetes de los que es capaz de ordenar en toda una vida, sabe que lo importante es sobrevivir. No mucho, lo suficiente para tener los órganos en marcha. Y aunque parezca mentira no es nada fácil. Hombre ya.