lunes, 24 de agosto de 2015

Cómo reconocer a una madre postvacacional


1.- Es la única que no conoce la depresión de septiembre y llega al trabajo con una sonrisa desencajándole las mandíbulas ante la perspectiva de poder pasarse ocho horas enteras sin tener que echar cremas hasta la dislocación de muñecas, inflar manguitos hasta la hiperventilación o jugar al Monopoly hasta la locura extrema o el parricidio. O ambas cosas.

2.- Llega con los ojos inyectados en sangre y no por haberse pasado el mes de agosto de fiesta en fiesta sino porque sus pupilas han soportado estoicamente una cantidad indefinida de palazos de arena que le han ido lanzando sus asalvajados hijos, con sus pedruscos y sus colillas machacadas en plan regalo playero súpersorpresa.

3.- Llega más cansada de como se fue porque las vacaciones con hijos son de todo menos vacaciones. Y si te crees que al menos podrás dormir, vas lista, porque existe una energía secreta y misteriosa que hace que los niños se levanten aún más temprano en vacaciones aunque se hayan acostado a las tantas y en época de colegio haya que despegarlos con espátula y amenazas pandilleras.

4.- La madre postvacacional no está morena. Ni blanca tampoco. Al menos no por todos los sitios. Que echarse crema de una sola vez y de una manera tranquila sin tener que parar dos millones de veces para salvar a los vástagos de comer arena en plan bulimia playera, morir ahogados en la orilla o con los pies achicharrados en mitad de la sabana, es imposible, así que una se echa lo que puede por donde puede y cuando puede. Lo bueno es que ahora pueden fingir que son tatuajes solares en plan abstracto. Y quedar divinamente.

5.- Es la única que llega más delgada porque vivir unas vacaciones con hijos es como si te secuestra el Estado Islámico. Muerte y destrucción. Así que aunque la criatura tenga la suerte de poder comerse el plato entero, gastará sus calorías corriendo detrás de las bestias o atarragando con los dos mil cacharros que todo niño lleva consigo en verano como si fueran complementos de la Barbie Malibú. Los cubitos, las palas y rastrillos, los manguitos, los colchones, las toallas para tumbarse y las de secarse, la tabla de surf de los chinos, el nenuco tuerto y el coche de la Barbie que le dierona la pelirroja en el McDonalds y por el que se matan vivos. Ríete tú de los biceps de Rafa Mora.




lunes, 17 de agosto de 2015

La hiperactividad estival y otras maneras de perder el pellejo



La pelirroja es muy floja. Pero floja niveles extremos, de ésas que tienes que grapar en la silla para que haga los deberes o amenazarla con raparle la cabeza como Caillou para que acceda a recoger la tapa del yogur que disimuladamente ha tirado al suelo y lleva pisando media hora para que no te cosques.

Sin embargo, para todo aquello que no sea trabajar o que no pueda ser considerado una tarea, la nena es hiperactiva, pero hiperactiva nivel ‘que alguien me dé tres red bulles para seguirle el ritmo’ y además, pesada, mucho, pesadísima, que no te deja apartar tus pupilas de las suyas ni cuando ya no te quedan biorritmos que mantener.

Así desde que se levanta por la mañana con los pelos de mendiga rebelde ya está preguntando cuál es el plan, como si fuéramos el Equipo A, porque un día sin plan es como un día perdido en el mundo pelirrojil.

Una que ha aprendido a base de intentos ilusionantes y fracasados que un día encerrados en casa es los más parecido al infierno, siempre tiene un plan en la manga y aboga por un día playero en familia, con el hermanísimo masticando arena o trepando por las sombrillas como un mandril histérico, el pater muriendo de hipotermia en el agua con la pelirroja y una misma tratando de fingir que es una no madre y tumbarse en la hamaca aproximadamente en los cuatro segundos libres en los que nadie se ahoga, nadie se escapa rumbo a Marruecos, nadie se achicharra los hombros o nadie la reclama para ver un precioso banco de pececitos que en realidad es una manada de medusas violentas.

Y si no es ir a la playa es ir de museos a fingir que somos una familia culta y gafapasta hasta que el hermanísimo amenaza con descolgar un cuadro de dos metros cuadrados o patear la peana de una escultora y tenemos que salir por patas antes de que a la vigilante le dé un ictus.

También podemos hacer plan de tiendas y McDonalds y dejar que el pelirrojo vaya abriendo probadores y encalomándose a las estanterías para dejar la nueva colección como la zona de rebajas, mientras la primogénita me llena la shopping-bag de trajes de fiesta para probárselos todos. Todos.

Y cuando una llega a casa a las cuatro de la tarde con el terral raspándole el cogote y ganas de pedir la inyección letal, el hermanísimo se mete en la bañera, vestido y todo -que él es un señor- y abre el grifo para que la alcachofa se vuelva loca en plan aspersor del infierno y me moje hasta el endometrio. Y apenas me doy la vuelta y tengo a la pelirroja con el monopoly en la mano y quien dice el monopoly dice el Party o las cartas o la tablet o el ajedrez o el mister mind o cualquier otro instrumento de tortura con el que perder horas de vida con sus fullerías y su incombustibilidad mientras el hermanísimo se come los dados o arrastra el tablero en plan protagonista de Hermano Mayor y en mi casa se lía en conflicto de Oriente Medio.

Y si una cede y juega, estrosaíta viva, al Party y se deja ganar -porque si no, hay segunda parte-, pensando que con eso ya ha cumplido, va lista. Siempre hay un trabajo manual pendiente, un nuevo juego que aprender o una historia de cuatro horas que escuchar. La cuestión es ocupar el tiempo y matarte en vida y cuando ya lo has hecho todo y planeas tirarte en el sofá a ojear una revista aparece con el libro de cuentos de dos toneladas a sabiendas de que al tratarse de leer no vas a decirle que no y te ves leyendo a medias el Rey Midas o Las Zapatillas Rojas con la tristeza infinita que te dan y el libro clavado en los pulmones, un viernes cualquiera a las nueve y media de la noche. Y no se te ocurre un plan peor. Exceptuando un día en la Feria, claro, que es como el holocausto maternal.

Por cierto ¿sabéis que ya es Feria en Málaga? Y sí, mañana vamos. A no ser que mis plegarias sean escuchadas y lancen la bomba atómica. Qué queréis que os diga… de ilusiones también se vive.

lunes, 10 de agosto de 2015

Lo que yo te diga

Vale que las madres de antes no tenían el Canal Disney, ni pañales desechables, ni lavadoras ni el poder reparador del Dalsy, pero a cambio tampoco tenían que enfrentarse a artículos de prensa, libros, programas de televisión, psicólogos, pedagogos y el vecino del quinto que pasaba por allí hablándole de autoestima infantil, la realización personal del niño o las diferentes inteligencias emocionales como parte indispensable de la educación de los hijos a no ser que quieras abocarlos a la perdición y el malvivir futuro.

Yo que soy de la vieja escuela y que de hecho prefiero el Apiretal al Dalsy – esto es como ser juradista o pantojista porque en la vida hay que posicionarse-, creí que con tener a los niños cuidados y felices, con todo el esfuerzo y trabajo que eso supone, había cumplido objetivos y hasta podría osar a pensar que soy una buena madre. Pues mire usted, ni mijita.

Al parecer uno debe tener hijos educados pero debe educar desde el respeto, esto es no gritar cuando te lanzan a la cara un balón de reglamento, sino explicarle al niño de turno que eso no está bien con palabras llenas de cariño y amor, aunque el niño se ría en tu cara y tú apenas puedas vocalizar con el labio hinchado nivel Carmen de Mairena.

Tampoco se puede decir la palabra no, a no ser que sea para reforzar un pensamiento positivo. O sea, sí se puede decir ‘No eres una vaga del copón’ pero jamás un ‘No se te ocurra tirar la maceta por la ventana’ sino sentarse a debatirlo. Que los debates con niños de cuatro años han de ser tan fructíferos como lo de Grecia con la Troika e igual al final tienes que dejarle lanzar el helecho ojopatio abajo e incluso en una muestra de apoyo a su libertad individual, abrirle la ventana.

No obstante, como soy una persona bipolar tendente a complicarme la vida por placer y vicio, decidí que igual era una madre demasiado antigua que dialogar, dialoga pero que siempre tiene la última palabra y eso según los pedagogos es como un parricidio emocional, así que decidí probar a ser una madre moenna y tocapiés sin preparación psicológica y sin lexatines a mano.

Así que decidí explicarle a la pelirroja por qué debía hacer los deberes y que era libre de no hacerlos si no quería pero que como todo, aquello tendría unas consecuencias como que de mayor en lugar de tener un trabajo bonito y que le gustara y que ganara un buen sueldo para hacer viajes y tener cosas chulas, estaría recogiendo cacas de perro. La niña por supuesto se quedó con lo de ‘eres libre de no hacerlos’ y con los ojos desorbitados de la emoción, me dejó claro que recoger cacas no era tan mala idea porque ‘ze pueden recoger con guantez’. Y se fue a ver la tele.

Luego me decidí a subirle la autoestima, que teniendo en cuenta lo vergonzosa que se ha vuelto la pelirroja pensé que a lo mejor hasta nos venía bien. Así que me dediqué a decirle lo bien que tocaba la flauta infernal, darle la razón en su afirmación de que había nacido con talento para el kárate y el baile y de que sus dibujos deformes eran lo más. El resultado ya no fue sólo tenerla dando patadas sin ton ni son por la casa –daños colaterales de ver Kárate Kid-, ni soportando bailes arrítmicos de coreografías imposibles y aplaudir como si estuviera viendo a Baryshnikov sino que empezó a venirse arriba y a vacilarle a cualquiera con sus muchas dotes artísticas. ‘Mamá, dizezelo que yo tengo máz talento para el kárate que nadie’ eso cuando no se aprovechaba de su arte y me regalaba dibujos hechos en tres nanosegundos, feos como demonios y coloreados a un solo color en plan ‘ésta se lo traga todo’.

Yo no sé si los pedagogos y los psicólogos tendrán hijos y si estos serán o no pelirrojos, listos y picarones como los míos, de hecho no sé si escriben estas cosas para torturarnos o para reírse a nuestra costa, lo que tengo claro es que en una semana de hacer de madre tocapiés la pelirroja entró en flojera terminal nivel ‘muelle de guita’, se convirtió en una creída vacilándonos a todos con sus talentos inexistentes y ni siquiera conseguí que se le pasara la vergüenza. Una ruina.

Pasada la resaca y la locura transitoria, cuando me vio dedo en alto y cara hitleriana encomiándole a sentarse para hacer los deberes sí o sí, me miró y pensó en vacilarme pero viéndome la ceja levantada, fue consciente, imagino, de que el chollo de madre comprensiva y zen se había acabado y vino rauda y veloz y mientras abría la libreta me dijo ‘Menoz mal que eztás tú, mamá, porque zi no iba a tener que recoger cacas con el azco que me dan’.

Pues eso.

Ahora me queda por solucionar el tema de la flauta y lo del talento innato para el kárate. Igual le mando un anónimo.

lunes, 3 de agosto de 2015

La ola de calor y sus daños colaterales

Las olas de calor son una cosa muy mala, sobre todo si tienes hijos y los biorritmos bajos, una importante carencia de sueño acumulada a través de los años o una severa intolerancia a los chorreones de sudor cogote abajo.

En Málaga somos mucho de olas de calor y de hecho cuando no tenemos ola de calor tenemos básicamente las mismas temperaturas que te derriten las entrañas a fuego lento, pero eso no sale en el telediario y por tanto, no me tiene a la mamma amenazándome al otro lado del teléfono con alertas verdes, rojas y amarillas para que no lleve a los niños a la playa ni a la piscina ni a misa de siete, no vayan a asarse como sardinas en espeto y tengamos un disgusto.

Así que aunque siempre vivamos al borde de la muerte por asfixia, basta con que la chica del tiempo nos señale con su espada láser y diga que hay alerta, para que corramos a escondernos a casa como si hubiese una alarma nuclear iraní, a tirar de aire acondicionado y de juegos en familia que es lo más parecido a una tortura china de las malas.

De ahí, que hace dos fines de semana decidiéramos atrincherarnos en casa ante los tres millones de grados que hacían en la calle y que te tostaban a traición hasta la desintegración total. Yo, que soy una temeraia en días alternos y que creo en la huida hacia delante como la mejor manera de lidiar con la maternidad y dos pelirrojos hiperactivos, quería lanzarme a la playa, que aunque hiciera calor, siempre supone un buen refugio para andar en remojo y soltar adrenalina infantil. Pero claro, el poder de la mamma es inconmensurable y tras tres avisos en creciente violencia callejera, aborté operación y nos quedamos en el refugio a salvo de los rayos solares pero no del ocio infantil que es cualquier cosa menos el ocio adulto.

Por aquello de mi inconsciencia y por el subidón que me dio el aire acondicionado a 16 grados, se me ocurrió meter a la pelirroja en la cocina y hacer un flan para poder rebozar los azulejos de clara de huevo y que el pelirrojo se llevara un chicatazo de caramelo en las pestañas que a punto estuvo de perder el iris y que me lo tuvo con el ojo pipa toda la tarde, aunque eso no le hizo perder interés por la harina y su poder blanqueador de paredes.

Por si aquello fuera poco seguimos con las galletas manoseadas de Nutella, siguiendo una cutrereceta de internet y con el toque maestro de la pelirroja que aseguraba que dos millones de estrellitas de azúcar eran indispensables para el buen resultado del galleteo, que quedó duro como una piedra, semicarbonizado y con pinta de heces de algún animal salvaje y nos dejó exhaustas y fracasadas. Pero por supuesto inaccesibles al desaliento porque ahora tocaba partida de cartas con reglas inventadas y variables en función de las necesidades de la fullera de la primogénita, mientras el hermanísimo lloraba porque no le dejamos comerse el siete de espadas y se vengó tirando media docena de galletas-pedrusco por la ventana para acabar de descalabrar a alguien.

Tres partidas de yoquéséqué soporíferas e infernales después, con la Patrulla Canina pegando voces en la tele y la muerte por agotamiento acechándome por el cogote, me tocó ver dos pases de baile y hacer diez minutos de zumba con un vídeo colombiano que la niña se había bajado en la tablet, y ya cuando estaba a punto de alcanzar la muerte súbita, me planté y decidí que no había más ocio ifantil. Que ya está bien de abusar de una, hombre ya. Cogí mi revista recién comprada y me senté.

Sobra decir que esa ilusión duró el tiempo que tardó el dúo calavera en tirárseme encima para leer conmigo las últimas noticias de la jet, dando patadas a diestro y siniestro, haciéndose un hueco sobre mis caderas y dejándome al borde de la paraplejia. Así que claudiqué, lancé la revista y me enfarruqué. Dos minutos después nos disfrazamos, nos pintamos como puertas y nos grabamos haciendo el majara y cantando por Raphael, preparamos una tarta de galletas y chocolate, hicimos un puzzle incompleto de Frozen y jugamos una partida del parchís gigante infernal hasta que el hermanísimo amenazó con tragarse el dado si no le dejábamos jugar o pisotear las fichas mientras la pelirroja lloraba como si le estuvirean estirpando un riñón.

Al día siguiente vi que la prensa hablaba de los muertos por la ola de calor pero no decía nada de cuántas madres encerradas con hijos habían perdido la cabeza y las ganas de vivir.

Definitivamente, el periodismo ya no es lo que era.